Sin duda que el evangelio de este domingo adquiere especial relevancia en el tiempo complejo y desafiante que vivimos. Nos encontramos en medio de un mundo tormentoso, lleno de desafíos, exigente, rápido, que nos roba el tiempo y la vida misma… Y las distintas barcas en las que nos sentíamos protegidos se han ido llenando de agua y pareciera que se hunden.
Es la situación que describe el evangelio de hoy, en que las primeras comunidades cristianas salen al encuentro del mundo pagano. Muchas veces se sienten desafiadas y remecidas como en una verdadera tormenta. Siempre se identificó a la Iglesia con esas pequeñas barcas de pescadores del lago de Galilea, cuyos mástiles para sostener la vela formaban una simbólica cruz. Y siempre, en el Nuevo Testamento, se habla de mar agitado (aunque los acontecimientos se den todos en un pequeño lago en Galilea) para referirse a los desafíos del mundo en el cual los cristianos están llamados a desenvolverse. La presencia de Cristo en la barca es la que los anima a cumplir con esa misión, pues saben que no cuentan solo con sus fuerzas humanas para llevarla a cabo.
La similitud con la realidad actual es significativa. Sabemos que no podemos nadar solos contra las adversidades de la vida; de hecho, cada uno de nosotros nos hemos ido subiendo a distintas barcas para resolver los desafíos de la vida. Esto es en parte lo que significa vivir en sociedad. Todos hemos experimentado que, especialmente en el último tiempo, la barca hace agua. Nos sentimos superados por las crisis institucionales que desembocan en el estallido de la crisis social. Y qué decir de la complejidad que a todo esto le suma la pandemia, con sus preocupantes consecuencias en la vida de la sociedad y de las personas.
Es en esta coyuntura en que se nos muestra la fragilidad de la persona humana cuando esta no se ha abierto a la experiencia de Dios. Llevamos años fomentando una cultura del bienestar que, sin duda, tiene sus elementos positivos, pero que no resuelve todas las dimensiones de la vida humana. Hemos desarrollado una vida volcada hacia afuera, descuidando muchas veces la vida interior. La pandemia nos ha revelado que no estamos entrenados para detenernos y hacer silencio. Para muchos se ha convertido en un tiempo en que la vida y el mundo se detienen, y no sabemos qué hacer frente a esto.
Desde el evangelio de hoy descubrimos que como cristianos enfrentamos la adversidad no solos, sino en comunidad y con la certeza de que Cristo mismo está con nosotros. Y no contamos solo con nuestras capacidades humanas para enfrentar los desafíos, sino que contamos con la fuerza de la vida divina que el Señor derrama en nosotros. Para esto es necesario dedicar tiempo y esfuerzo a cultivar la vida espiritual. Cuando nos abrimos a Dios en nuestras vidas y en nuestra sociedad, la barca no se hunde, sino que la tempestad es calmada.
Las crisis del tiempo presente son una oportunidad para fortalecer el mundo interior, ese mundo que descubrimos lleno de Dios. La presencia de Dios nos transforma y nos hace ver las dificultades con otros ojos para así poder enfrentarlas. Para los cristianos, Dios no evita los problemas o tormentas de la vida ni de la sociedad, sino que en Él encontramos las herramientas para resolverlos. Y eso nos da la verdadera paz interior, la única que calma la tormenta.
“¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. Se quedaron espantados y se decían unos a otros: “¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”.
(Mc. 4, 40)