Existe la ilusión de que el país se encamina a una nueva aurora que dejará atrás las perversidades del economicismo y las limitaciones del marco institucional —en el cual la libertad es un eje importante y la representación democrática es central—, para dar lugar a un nuevo orden, que promete la satisfacción de todas las necesidades materiales, sin esfuerzos ni sacrificios, sin escasez de recursos y sin necesidad de priorizar demandas.
Cabe preguntarse, ¿cuánta innovación hay realmente en los relatos que hoy día se disputan la hegemonía política y cultural? Pues bien, me atrevería a sugerir que en ellos no hay ni una sola idea que no hayamos visto, experimentado directa o vicariamente o sufrido en tiempos pasados.
El Partido Comunista, por las propias restricciones de su ideología, solo puede ofrecer la reiteración del mismo proyecto añejo del siglo XX: la sustitución del capitalismo, la igualdad material absoluta impuesta por los administradores únicos del Estado y el establecimiento de lo que llaman una “democracia real”, como las que rigen en Cuba, Venezuela, Nicaragua y Corea del Norte. Por eso, más allá de si acceden al poder por la vía de la revolución o la electoral, los resultados finales serán predecibles y conocidos.
También tenemos a una “nueva” izquierda representada por el Frente Amplio, que muchos vieron, en sus inicios, como un soplo de vientos frescos más contemporáneos. Sin embargo, tampoco ha surgido de ellos ninguna propuesta que tome en cuenta las cambiantes y complejas realidades del siglo XXI, con sus nuevos desafíos, ni hay ningún atisbo de creatividad. Frente a todos los nuevos dilemas, la solución es siempre más Estado y la supresión de la iniciativa del sector privado y de la sociedad civil. Esta respuesta automática es, tal vez, inevitable en la medida en que persiguen los mismos objetivos y siguen aplicando los mismos marcos teóricos estrechos de la ideología neomarxista. Así, por ejemplo, se pretende que para resolver el problema del abastecimiento de agua, o el de la mala calidad de la educación pública, entre otros, basta con su estatización, como si ello fuera a aumentar los caudales disponibles o mejorar la calificación de los docentes.
Incluso en las propuestas más moderadas de un Estado de Bienestar, garante de derechos sociales ilimitados, no hay nada nuevo bajo el sol. Chile vivió esa experiencia. Ya tuvimos un Estado emprendedor, que controlaba el 80% de la economía nacional, decidía quién y qué se podía producir, para qué y bajo cuáles condiciones; quién, qué y cuánto y a qué precio se podía importar y exportar y a cuál de las múltiples tasas de cambio existentes, o quién recibía crédito y a qué interés. El Estado decidía cuáles sectores productivos debían estimularse, prohibía la plantación de viñas nuevas y fijaba qué cortes de pan se podían vender en las mañanas y cuáles en las tardes. Y fue ese Estado de Bienestar del siglo XX el que dejó sumida en la pobreza a un 50% de la población, una desigualdad rampante en todos los ámbitos, y un estancamiento económico crónico. Es más, sus beneficios fueron apropiados mayoritariamente por las clases medias más prósperas a expensas de los más pobres.