Los impulsos conservadores como los de cambio son inherentes a la sociedad humana, y solo a ella. En la modernidad adquirieron el rostro de izquierda-derecha; nuestro mundo político y hasta en un sentido intelectual sería incomprensible sin ella. En Chile, las derechas tienen mucho que ofrecer si retoman la iniciativa, no para la próxima elección, sino que al menos para el próximo decenio, como polo de poder y representación del país.
Primero, no deben caer en la guerrilla interna, querellas de familia y zancadillas que esterilizan el potencial de llegada a un público amplio. Deben asumir que, si aspiran a recuperar el protagonismo, sin recluirse en un búnker, tienen que aceptar unos hechos básicos: tal como sucede en la izquierda, hay varias derechas, y ninguna de ellas está de más. A grandes rasgos, hay una liberal y otra conservadora, que hoy cruzan los dos partidos madres (UDI, RN), que también experimentaron el desbande de grupos que sufren los partidos en la actualidad, fenómeno que afecta a casi todas las democracias. Entre los conservadores, la huella católica, y no la puramente política, es la que los distingue. En los liberales hay un desgarro entre lo económico y lo político. Los conservadores deben convivir con una cultura que puso las cosas “patas para arriba”; los liberales, de tanto escarnecer la religión y la Iglesia, no aciertan a ver que en nuestro tiempo una religiosidad de masas degradada se reintroduce hasta en el lecho. La llamada derecha social no se puede ignorar, para la totalidad de ella, porque las grandes líneas estratégicas que debe propugnar coinciden con las que han dado respuestas más positivas a los dilemas de la sociedad moderna. Por crasa dejación, no pocas veces olvida otra dimensión de las valoraciones que le deberían ser propias: una cuota de patriotismo que debe impregnar el espíritu de la mayoría de ellas. La patria tiene una dimensión de pasado y de futuro; en su evolución, sin dejar de ser ella misma, se transforma incesantemente al añadírsele experiencias. En su práctica política, la derecha debe acompañarla con una idea de país, estos últimos años más ausente que nunca.
Por último, debe buscar sus votos y adhesiones más allá de un círculo estrecho, tentación esta última en la que cae constantemente. Me da la impresión de que es lo que sucedió con los constituyentes electos. Para ello no hay que engatusar a nadie. Sucede que no siempre lo explicaban bien ni eran demasiado consecuentes (parte de la salud de la democracia es que derechas e izquierda deben aprender una de otra). Parecía un milagro cuando a partir de 1989 logró ocupar uno de los polos, rozando un 40% electoral, eligiendo dos veces un Presidente.
La mejoría del país en poco más de 30 años creó una furia obcecada contra sus falencias, y también contra algunas de sus virtudes. Podría explicarse porque hay algo de desalmado —carente de alma— en la combinación de civilización del éxtasis con mejoría económica que caracteriza a nuestra época, y que a un país de precaria densidad histórica en estas lides a la vez lo favoreció y afectó de manera muy intensa. Es uno de los peligros de los tiempos de paz y progreso; hay otra cara que se resiente y las masas se pueden dar el lujo de reacciones enceguecidas.
Parece ser que es de primera necesidad que la derecha se despabile de su postración actual (al menos no tan deplorable como la de 1970), porque mientras la izquierda reformista, por darle un nombre, parece encallar en la pérdida de identidad y en inseguridad, a pesar del respiro precario del domingo pasado, solo se tiene al frente a una abigarrada multitud de la izquierda radical.