Es difícil no entusiasmarse ante Joyce Carol Oates (1938), uno de los nombres clave en la literatura norteamericana moderna: autora de más de medio centenar de novelas; sobre los cuatrocientos relatos breves; cerca de una veintena de libros de no ficción y década tras década de trabajo creativo, la prolífica Oates ha sido galardonada con todos los premios imaginables, salvo el esquivo Nobel, cosa que a ella parece no quitarle el sueño. En Oates, la fertilidad no es sinónimo de fecundidad, sino más bien lo contrario, pues con cada nuevo título parece cada vez mejor e incluso superarse. Con justicia, la crítica norteamericana ha declarado que el rótulo de Gran Novelista Americano, por el cual lucharon a brazo partido Updike, Roth, Wolfe o Mailer, hoy pertenece a una mujer: Joyce Carol Oates. Entre los aspectos distintivos de su enigmática personalidad, Oates se caracteriza porque nadie, absolutamente nadie puede entrometerse en su labor. Así, en los manuscritos no se permiten ediciones, correcciones o enmiendas de ninguna clase y solo ella los maneja. Y ni siquiera los miembros de su familia tienen acceso a algo que ella considera, per se, ciento por ciento privado. En su extensa producción, quees imposible enumerar, precisamente por su abundancia, Oates ha publicado ciertos volúmenes cumbre de la presente novelística mundial: Agua negra (1992); Que fue de los Mulvaney (1996); Blonde, una enorme e insuperable recreación de la vida de Marilyn Monroe (1999); Niágara (2004); La hija del sepulturero, calificada como magistral (2007) y Un libro de mártires americanos (2009).
Delatora, su última creación, tiene como protagonista a Violet Rue Kerrigan, una joven de ascendencia irlandesa mecánicamente católica que es la menor de siete hermanos, siendo los mayores Lionel y Jerr, a quienes ella adora y se siente amada por ellos, pues es cómplice de sus juegos y participa en sus correrías. A los doce años, es testigo involuntaria del atroz asesinato a palos cometido por los adolescentes Kerrigan en contra de Hadrian Johnson, un chico afroamericano. En forma inadvertida, entrega la verdad de los hechos ante el tribunal, lo que da pie a la detención y posterior condena de Lionel y Jerr a largos períodos de cárcel. En consecuencia, Violet es calificada como delatora y de ahí proviene el nombre de la obra. El telón de fondo de
Delatora es, como en casi todos los textos de Oates, la intolerancia, el miedo, la misoginia, el racismo y la pasada historia estadounidense. Quizá se le pase un poco la mano en cuanto a la virulencia, la capacidad para concebir desastres, el uso excesivo de paréntesis, tipografía caprichosa, saltos en el tiempo, torrencialidad en el ritmo narrativo y otros trucos retóricos a los que les saca muy buen partido. Sin embargo, debemos agradecer su coraje y honestidad para retratar a una sociedad, la suya, que parecería precipitarse en el despeñadero de la brutalidad.
Con todo, Oates no se conforma solo con eso.
Delatora es el retrato palpable, casi físico, afilado, de una existencia entera, la de Violet, quien experimenta una odisea de soledad e incomprensión: primero el destierro y la exclusión de su familia, la pérdida de identidad, el exilio de su ciudad nativa —South Niágara—, la convivencia forzosa con sus tíos, Irma y Óscar —quien se mostrará más tarde como un acosador sexual—, la culpabilidad ante los abusos cometidos por el profesor de Matemáticas Arnold Sandman, de clara filiación nazi, en fin, el interminable peregrinaje por el sistema de seguridad social neoyorquino, francamente en bancarrota. En cada sesión con psicólogos, asistentes sociales, médicos, abogados, funcionarios estatales, Violet no depone como sus “protectores” esperan de ella, o sea, colabora muy poco en su recuperación, particularmente en el proceso seguido a Sandman por pederastia, que, para consternación de la heroína, se convierte en noticia nacional. La ordalía de Violet tiene un punto de inflexión durante el funeral de su abuelo paterno (para variar, otro degenerado) al cual ella asiste sola, sin aceptar la compañía de su tía Irma, con la vana esperanza de ser aceptada por sus familiares —su hermana Katie es presa del pánico cada vez que Violet la llama; Miriam, en cambio, se ha liberado del yugo de los Kerrigan— y con terror de que aparezca Lionel, quien habría obtenido la libertad condicional, aún cuando, para el inmenso alivio de Violet, le es denegada. En verdad, ella ha vivido todos estos años de formación con un sentimiento ambivalente frente a Jerr y Lionel: por una parte, anhela reconciliarse con ellos; por la otra, siente un temor cerval a sus posibles represalias.
Con todo,
Delatora es mucho más que lo antes expuesto: en el examen de sus propias experiencias, Violet reconstruye una trayectoria poderosa, cruel, desesperada, que Oates traza paso a paso, no solo como una radiografía de la etapa actual, sino muy particularmente cual una serie de episodios vibrantes, temerarios, salvajes, en los que sumerge a su heroína y los demás actores de
Delatora en una región en la que no hay vuelta atrás, pues todo semeja una máquina trituradora sin misericordia, que los traga y hace pedazos, que los devora, si bien, como en el corpus previo de Oates, la redención tiene que venir de ellos mismos y no de coyunturas externas. Es posible que
Delatora diste de ser el mejor ejemplar de Oates. Aún así, demuestra sobradamente que es un baluarte ético infrecuente en las letras actuales. Y Violet deviene una mujer que logra recobrar su identidad, la plenitud de su ser, rompiendo la sucesión de exilios, repudios, rechazos, destierros que la transformaron en una hija del silencio.