Semanas antes de una cumbre trascendental con Joe Biden, que puede marcar el futuro de las relaciones entre Rusia y EE.UU., Vladimir Putin da una muestra de sus convicciones políticas al arropar a Alexander Lukashenko, el “último dictador de Europa”, tras su sorprendente acto de piratería aérea, contrario a cualquier práctica aceptable en un mundo civilizado.
Putin es el único aliado con que cuenta el autócrata bielorruso, y su espaldarazo lo fortalece en un cargo que renovó en elecciones fraudulentas, el año pasado, detonantes de protestas que solo fueron sofocadas, meses después, por la fuerza y el endurecimiento de leyes que prohíben manifestarse en las calles. Cada dictadura tiene su propia fórmula para controlar las protestas, y Lukashenko sabe que su audaz medida, desviar un avión comercial para detener a un periodista disidente, quedará sin castigo. Su reunión con Putin lo confirma.
Es improbable que el episodio bielorruso tenga un efecto significativo en la cita con Biden, son demasiados temas pendientes entre ambos países, y esto parecerá solo una anécdota. Las sanciones contra Rusia, los ciberataques o el cambio climático serán más importantes que la falta de libertad en Bielorrusia, país que, después de todo, nunca ha salido de la órbita “soviética”, y al cual Putin mira con atención porque, como se sabe, en Rusia se repiten manifestaciones exigiendo democracia.
Si la dictadura de Lukashenko ha sobrevivido a la oposición y a las sanciones internacionales, el autoritarismo ruso puede ser más fuerte todavía. Putin ha tolerado distintas olas de protestas, usando la fuerza en ciertas oportunidades, esperando el desgaste de las manifestaciones, en muchas otras, y aplicando medidas extremas para casos como el de Alexei Navalny, quien cayó preso al regresar del hospital alemán donde fue tratado por envenenamiento.
Bielorrusia y Rusia no son casos aislados de represión a las aspiraciones de libertades democráticas. Hong Kong ha sido escenario de una lucha por evitar que China fagocite la excolonia británica bajo su régimen comunista. En estos días Beijing dio otro paso hacia el control absoluto, al modificar el sistema electoral, reduciendo el número de representantes elegidos por votación. Dos años de protestas masivas fueron aplastados violentamente y, como en Bielorrusia, se aprobaron leyes draconianas para castigar acciones “subversivas” o terroristas”, es decir, cualquier manifestación pública.
Si bien Rusia no tiene injerencia en lo que pasa en Hong Kong, sí la tiene en Venezuela, otro país donde las protestas en pro de la democracia tienen al régimen dictatorial en permanente estado de alerta. Moscú mantiene un apoyo irrestricto a Nicolás Maduro, tanto militar como económico, y podría tener influencia para una solución a la crisis. Sin embargo, no ha mostrado voluntad para presionar sobre Maduro, y por el contrario, al igual que para Lukashenko, es una especie de salvavidas.
Putin, Lukashenko, el liderazgo comunista chino y Maduro tienen en común un desprecio visible por los derechos democráticos de los ciudadanos, y lo ocultan detrás de un mesianismo con el que pretenden ser los verdaderos intérpretes “del pueblo”.