Llevo meses ensayando unas reflexiones sobre el paisaje del lugar donde vivo. Como tengo una cabeza tartamuda, apenas empecé a escribir se me planteó el problema de qué es un paisaje y en eso me quedé volviendo una y otra vez después de muchísimas lecturas que menos despejaron que enrularon la mente.
Le decía a un amigo hace un tiempo, mientras se quejaba del frío y de las nieblas matutinas, que, en “El amigo piedra”, Pablo de Rokha —según lo interpretaba buscando algún fundamento que me librara de las propias arbitrarias impresiones personales— le atribuía al invierno de Maule una importancia simbólica en el paisaje maulino mucho mayor que su importancia climatológica. Visto desde su autobiografía, no es que las otras estaciones no existieran y tuvieran su encanto y hermosura, pero ellas adquirían su carácter y figura observadas desde el invierno, este que ya se acerca ahora para recordarnos el espacio descomunal que ocupa en el espíritu de los que aquí viven. Se vino entonces a mi balbuciente cabeza esa carta célebre de Pedro de Valdivia, despachada en La Serena el 4 de septiembre de 1545 al emperador Carlos V, que dormita en un viejo archivo español, la cual contiene a mi entender el primer relato de un viaje hasta el río Maule que consta en las letras de Occidente. No son más de cuarenta líneas, un pequeño fragmento dentro de la carta entera, pero Valdivia —que era un escritor ahí nomás y andaba por aquí no precisamente para admirar el paisaje— se queja amargamente de las lluvias y tormentas inclementes que le tocaron. Tuvo la mala idea de viajar en junio. Dice que caía tanta agua ese junio de 1544 que pensó que, en una especie de diluvio, se iba a inundar la llanura entera con ellos adentro y, algo muy inusual en sus textos bastante pobres en imágenes, recurrió a una metáfora, reclamando que se sentía en “el riñón del invierno”. Justa imagen. Y recordé también, cómo no, que cuando le oía decir a algún tétrico personaje de Game of Thrones —era una cantinela— la amenaza “the winter is coming”, me ensimismaba en mis propios inviernos pasados.
Advierto que esta columna no tiene nada de alegórica, sino que apunta a reconocer que si bien cada latitud y comarca tiene su invierno (y los hay más crudos y duros, sin duda, que el mío) y que los inviernos van cambiando mientras se suceden los años, la luz soleada otoñal de esta mañana —un interludio no poco frecuente— me impulsó, acaso por su belleza específica inencontrable en la mañana de cualquier verano o primavera, a preguntarme por la calidad penetrante, penumbrosa y penitencial de los inviernos maulinos.