En nuestra época de estudiantes universitarios, sumidos en la frenética producción arquitectónica, esa de interminables horas de teoría y trabajo manual, muchas veces nos adentramos en los hogares de nuestras compañeras y compañeros, como suele hacerse en nuestra sociedad y que es una bella costumbre, en realidad. Entre esas casas había una de todos predilecta, pues era en sí misma una lección de arquitectura y de estilo de vida. Era, de hecho, el hogar de un arquitecto y su familia, en un plácido rincón del pie de monte santiaguino, rodeada de vegetación y laderas. No era grande ni pequeña, ni fastuosa ni modesta, sino todas esas cosas y ninguna a la vez. Era, más que nada, impresionante por lo justa, en el sentido de la cabal correspondencia entre los recursos y los propósitos, entre la construcción y su paisaje, entre la arquitectura y su época, y por todo ello una casa bella, absolutamente moderna y que cumplía además con aquel precepto principal de la elegancia, según el tratado de Balzac, en que esta jamás debe revelar sus medios. Y claro, la casa tenía una historia para comprenderla: era un manifiesto de amor, una promesa cumplida, a pesar de haberse construido en la época más conflictiva y despojada que el país recordara, sin siquiera disponer de materiales, allá por los tempranos años 70... Era de albañilería artesanal, allanada a mano y cubierta de una espesa capa de pintura blanca, a la usanza de los bodegones del campo chileno; con pisos de baldosín y madera, buenas carpinterías, nobles proporciones, sólida, luminosa, abstracta en sus mínimos y acogedora en todo lo demás, que era el arte, la música y el genio de sus habitantes que la adornaban. ¿Qué nos enseñaba esa casa, en nuestros primeros años? Que la buena arquitectura era un ejercicio de precisión y economía, de inteligencia, de adaptación, de interpretación del mundo, y también un lugar donde intentar experimentar las ilusiones de una vida virtuosa, o al menos mejor, a través de la luz y el espacio.
Era esta la casa de Sergio Alemparte, admirado arquitecto chileno que murió hace unos días. Junto con Ernesto Barreda fundaron en 1953 la oficina de arquitectura que lleva sus nombres y que es hoy una de las más importantes de Chile; que estableció temprano en el país una práctica profesional de estándares mundiales y que nos brindó los primeros y espectaculares ejemplos de la arquitectura corporativa del “estilo internacional”, a gran escala y con una modernidad pulcra y consecuente. Cuando éramos estudiantes, Sergio Alemparte nos acogió en su casa, nos hizo hablar, reír y meditar, nos compartió visiones y principios, pero también nos ofreció trabajo en su oficina, generosamente, poniéndonos a prueba y al mismo tiempo regalándonos la oportunidad de conocer el rigor y rozar la vanguardia. Y eso no se olvida. Vayan estas palabras en sincero homenaje.