Es el momento de los independientes. Ellos están canalizando institucionalmente el clamor del estallido y hay que celebrarlo: mejor contar cabezas, antes que se puedan terminar cortando. Ellos, también, se parecen bastante a Chile en sus procedencias. Esto ayuda a que la población se vea reflejada en la Convención, aportándole legitimidad, que tanta falta hace.
Pero la valoración, algo ingenua, de la independencia política per se nace de un desprecio no solo a los partidos, sino a toda forma de representación política. Hay un rechazo a quienes han ostentado alguna cuota de poder y, de hecho, casi el 80% de los electos nunca había sido candidato. La desconfianza ha golpeado a la idea de representación y está por verse si hará lo suyo con los constituyentes independientes cuando comiencen el mandato para el que han sido electos, es decir, a representar.
No será fácil para la Convención llegar a acuerdos. No es solo que ninguna coalición haya alcanzado el tercio, sino que hay constituyentes asociados a 15 partidos (en la historia binominal en la Cámara había en torno a 8), más un archipiélago de independientes. En casos, habrá que negociar uno a uno, y habrá que hacerlo sin una institucionalidad que promueva que se cumpla la palabra. Se ve difícil pensar en coaliciones estables.
La inestabilidad de las coaliciones podría, quizás, darle una suerte de flexibilidad desideologizada interesante a la discusión en este momento de por sí excepcional. Con optimismo, podría ser. Pero es dudoso que sea deseable para la configuración más permanente del Congreso, que es determinante para el sistema de partidos. Sin partidos sólidos ni coaliciones estables es aún más arduo, para los ciudadanos, enfrentar una elección. Pensemos en las atiborradas papeletas, que mientras más candidatos ofrecen, más votos inválidos obtienen, y qué decir de, por ejemplo, la elección de cores. Más aún, si hay consenso en que la falta de coordinación entre el Gobierno y el Congreso es un problema, un Congreso con coaliciones inestables no haría sino echarle bencina al fuego.
La primacía de constituyentes independientes responde, por cierto, a las preferencias del electorado, pero no solo. Si en la Convención los candidatos que no iban por las tres coaliciones principales obtuvieron el 38% de los votos, alcanzaron 33% en la de gobernadores, 20% en la de alcaldes y solo 3% en concejales. Lograron el 42% de los escaños de la Convención porque se les permitió, mediante una norma rara, conformar listas sin necesidad de adherir a un proyecto común y claro. Ello vulnera el espíritu de un sistema proporcional. Es cierto, a los partidos les falta más democracia interna y transparencia, pero es absurdo pensar que ello se resuelve reemplazándolos por grupos que no las tienen del todo. Al revés, urge fortalecer a los partidos y fomentar que los independientes se institucionalicen.
Es improbable que de un grupo de 51 militantes (mayormente de partidos debilitados) y 104 independientes que han hecho alarde de su independencia, nazca una preocupación por los partidos. Ello es trágico para quienes creemos que mejorar el sistema político debiera ser la prioridad de este proceso. Ahora, que la estocada final a los partidos la propicien políticos de carrera ya parece tragicómico. Más bien lo parecería si no escondiera la amenaza de décadas de inestabilidad política.