Chile vive un cambio de época que plantea enormes desafíos.
En la base está una mayoría ciudadana, de entre 80 y 75 por ciento, que exige un cambio del sistema político y por ende de la Carta Fundamental, reclamo que afortunadamente se ha canalizado por una vía institucional. Las elecciones de este mes dejaron claro que no hay otra estrategia democrática que trabajar al interior de una Convención que está legitimada. Que en ella la derecha no haya obtenido un tercio se puede juzgar como un bien, pues deja fuera del juego al discurso radical del Rechazo y del veto. El ademán autoritario, cuando se tiene un 25 por ciento, no solo es un gesto patético, sino una estupidez. Lo es igualmente que quienes han obtenido un triunfo en la Convención amenacen… ¡con no ejercer su poder! Por otra parte, es errónea la visión que considera al mundo de los independientes como un bloque monolítico. El análisis de las experiencias de vida y declaraciones de ese sector muestra su diversidad y pluralidad de opiniones.
Un segundo elemento de la crisis es la bancarrota de los partidos. Es cierto que sin partidos no hay democracia, pero los actuales han colapsado, produciéndose un “big bang” del entero sistema, donde a algunos se los tragará el abismo, surgirán nuevos y solo sobrevivirán los que cambien radicalmente. Con un dos por ciento de aprobación son la institución más desprestigiada. El país los condena porque los percibe como organizaciones de clientes cuyos miembros reciben beneficios, como empleos en el Estado, los municipios, las oficinas parlamentarias, contactos y favores en el mundo privado.
Nacidos como gran canal para la participación ciudadana, hoy son considerados como su escollo; reconocidos como los grandes proponentes de candidatos, hoy el pueblo castiga, negándoles sus votos, a los que ellos postulan. Para enfrentar esta crisis no es necesario esperar los resultados de la Convención, sino que debiera ser abordada de inmediato por las dirigencias partidarias y, drásticamente en las próximas elecciones, abriendo sus listas, incorporando a jóvenes, independientes, líderes regionales y sociales.
Un tercer elemento de esta crisis es el rechazo a la clase dirigente, en su sentido amplio. No solo a quienes encabezaron la oposición a Pinochet y luego los gobiernos de centroizquierda, a los que aun cuando se les reconoce haber conducido uno de los mejores períodos en un siglo, se les acusa, con razón, de haberse quedado demasiado tiempo. Mayor es la impugnación a la élite de derecha cuyos orígenes se remontan a la dictadura y se les asocia a políticas sociales y económicas ultraconservadoras. Esta repulsa se extiende también a la dirigencia social, como lo muestra la derrota de la presidenta de la CUT, del expresidente del Colegio de Profesores, del líder del movimiento “No+AFP”, y la pobre valoración de los gremios empresariales, con su actuar como partidos políticos y la falta de sensibilidad de sus declaraciones.
En contra de ellos está la dura crítica de grupos emergentes, constituidos por profesionales, mujeres, ecologistas, dirigentes sociales, líderes regionales que se sienten ninguneados por la élite santiaguina, que creen que las instituciones que deberían haber facilitado su ascenso —partidos, gremios, cargos de elección popular, el acceso no discriminado a empleos públicos y privados— hoy son mecanismos que los bloquean. Es comprensible que ellos pugnen por arrebatar a las generaciones que los precedieron los puestos de mando, en el gobierno, los gremios, las empresas, los partidos, las organizaciones sociales.
Chile vive una crisis mayor, que significará un cambio de su sistema político; una refundación de su estructura de partidos; y la emergencia de grupos que reclaman con fuerza un lugar decisivo en la jerarquía del poder. Que estos problemas no sean nuevos y que ocurran en todos los países y en todas las épocas no disminuye la enorme dificultad de la tarea. Tampoco asegura que ellos serán resueltos, pues hay innumerables casos de naciones que, incapaces de solucionarlos, entraron en períodos de decadencia. Lo que sí creo es que el discurso de que esta crisis la explica el auge de los comunistas, el populismo, “la primera línea” o la deslealtad de la derecha con sus principios (es inevitable preguntar, como lo hacen algunos de los intelectuales del sector, ¿cuáles?), además de simplista, no ayuda.
Genaro Arriagada