Así quedó registrada la movilización política que terminó con el comunismo en la antigua Checoslovaquia. Así se podría bautizar también lo que consagraron las elecciones chilenas recientes: el fin del ordenamiento político que surgió luego de la derrota de la dictadura.
Lo más sorprendente de sus resultados fue la sorpresa misma. Las señales estaban. El estallido de 2019, como el plebiscito de 2020, habían sido elocuentes en revelar el ansia de cambio y el rechazo a la clase política tradicional. Las elecciones de mayo simplemente confirmaron estas tendencias. Si el establishment se vio desconcertado es porque no les había tomado el peso o las había olvidado por esa propensión tan humana a negar aquello que incomoda.
No faltan los que volverán a minimizar lo que ha sucedido arguyendo la baja participación. A pesar de la pandemia, fue superior a las municipales de 2016, lo que le costó el puesto a no pocos incumbentes. Como sea, así funcionan las democracias: siguiendo a los que votan, no a los que se quedan en la casa o se conforman con poner “likes” —igual que el mercado, que sigue a los que compran, no a los que solo navegan o vitrinean—. El voto voluntario lo acentúa, pues mide no solamente la preferencia, sino su intensidad. Por esto el éxito de activistas locales desconocidos pero con fuertes nexos con pequeños grupos que se movilizaron para votar; y el fracaso de figuras nacionales que no consiguieron llevar a sus adherentes a la urna. El conocimiento y las redes sociales son importantes, pero nunca más que los nexos de vida.
Las aspiraciones de cambio y de un futuro mejor han sido alojadas en la Convención. Para formarla, la ciudadanía eligió preferentemente a personas cercanas que les darán cuenta, porque están comprometidas con sus demandas y territorios específicos antes que con partidos y doctrinas generales. Resultó así una composición que representa fielmente la fisonomía del Chile actual. Si se le hubiese encargado al INE, difícilmente podría haberlo hecho mejor.
Las víctimas más visibles de esta reconfiguración fueron la clase política de la transición y sus partidos, de izquierda a derecha; pero en lo más profundo las principales víctimas fuimos los hombres, que estábamos escandalosamente sobrerrepresentados en las estructuras del poder político. Ganaron los liderazgos situados, basados en territorios y causas, lo que anticipa un salto gigante en materia de descentralización. Ganaron los pueblos originarios, que obtuvieron una representación sin precedentes, lo que augura un Estado plurinacional. Ganó la generación postransición, que comienza a tomar el control del país, lo que ha puesto en marcha el reloj de sus propios 30 años. Ganaron los que piensan que el destino hay que construirlo desde múltiples miradas, no solo desde la economía. Ganó el rechazo al “modelo neoliberal”, pero no desde la nostalgia por el socialismo, sino desde la aspiración a un tipo de desarrollo que ponga en el centro la protección del medio ambiente —en otras palabras, ganó más Greta que Fidel.
Las elecciones de mayo han llevado a la escena institucional lo que se expresó en las calles a raíz del 18-O. Esto dota de incuestionable legitimidad a la Convención y a sus reglas. Es un gran logro de la democracia chilena y, hay que decirlo, de los partidos políticos. Fueron ellos los que pactaron para abrir paso al proceso constituyente y los que, en un acto heroico, aceptaron las listas de independientes.
Podemos decir que así como la democracia se alcanzó a través de un mecanismo que Pinochet había ideado para perpetuarse, ahora la transición a un nuevo Chile se está alcanzando a través de los procedimientos que fijaron los mismos políticos derrotados en estas elecciones.
La sociedad chilena ha demostrado un especial talento para procesar institucionalmente conflictos que parecían insolubles. Esto no debe tener muy contentos a quienes soñaban con “rodear la Convención” para encender nuevamente la mecha de la insurrección, lo que podría explicar sus últimos exabruptos.