Este domingo celebramos el término del tiempo pascual con la importante fiesta de Pentecostés: celebramos que el Señor envía el Espíritu Santo sobre sus discípulos y los envía a anunciar la Buena Nueva a toda la creación. Comienza así el tiempo nuevo, el tiempo del Espíritu y de la Iglesia, donde nos deja a los cristianos la tarea de continuar su obra de construir el reino de Dios: un reino de justicia y de paz, reino de unidad.
Me impresiona mucho la realidad compleja que se vive en distintos rincones del mundo. La sociedad entera está en crisis. Vemos la reactivación del conflicto en la querida Tierra Santa, o la delicada crisis que se vive en Etiopía; qué decir de la violencia en muchos países africanos, o de los conflictos sociales que en Latinoamérica estallan violentamente, como el caso de Colombia más recientemente o en nuestro propio país. Es lo que vemos también en el desgastado mundo político… y muchas veces también al interior de nuestras familias. Hay algo común en todos ellos: la división, pueblos que no logran ponerse de acuerdo y terminan en violencia de unos contra otros, incluso entre hermanos. Es la historia de Babel, y es nuestra historia.
Nos preguntamos cómo puede ser esto, cómo es posible que en pleno siglo XXI no seamos capaces de solucionar humanamente los conflictos llegando a acuerdos, y, por el contrario, que la violencia siga imponiéndose en nuestra forma de vida. Hoy debemos sumarle a esto la pandemia, donde un minúsculo virus nos tiene arrinconados y nos impide encontrarnos. Cuánto necesitamos volver a vernos el rostro, abrazarnos, reír y cantar juntos. Pero lo triste es que cuando podíamos hacerlo, tampoco nos veíamos de verdad ni nos abrazábamos, sino que las diferencias entre nosotros nos han ido estigmatizando y separando rápidamente. Pareciera que la historia de hoy es la historia de siempre…
Ese contexto se contrapone totalmente a lo que significa el don del Espíritu Santo que celebramos en Pentecostés. Cristo propone un mundo nuevo, donde la vida verdadera consiste en amar y servir, donde la alegría está en dar más que en recibir, donde entregando la vida a los demás es cuando se vive verdaderamente. Pero no solo nos hace esta propuesta, sino que nos señala el camino a recorrer: él entrega su vida por nosotros en la Cruz. Es entonces cuando la vida se vuelve fuerte, indestructible, vida eterna, divina y vida verdadera. El Señor sabe que no es fácil esta propuesta. Es por esto que nos deja su propio Espíritu, esa fuerza divina que lo lleva a amar y servir siempre, que lo conduce a la entrega en la Cruz. Este Espíritu de Dios es el que nos permite vivir no solo de acuerdo a nuestra limitada condición biológica, sino que nos introduce en la vida divina, en comunión y fraternidad. Para ser parte del reino de Dios, Cristo nos invita a entrar en él como hombres y mujeres nuevos, con un espíritu nuevo.
El Espíritu Santo es la fuerza divina que nos saca de nosotros y nos vuelca hacia el prójimo. Porque Dios es amor y esa fuerza divina es el amor de Dios en nosotros. Cuando reconocemos este Espíritu en nosotros, el prójimo deja de ser un adversario y pasa a ser un compañero de camino.
Cuánto necesitamos hoy de este Espíritu nuevo, divino. La sociedad, y la cultura que ha surgido por la justa búsqueda de la libertad y de la igualdad, ha terminado siendo violenta, porque no ha reconocido la necesidad de la fraternidad. Utilizamos al otro para nuestro beneficio, pero no comprendemos que el sentido de la vida es hacer feliz a ese otro. En esto último estamos “al debe”. Por eso, la invitación de Cristo: “La paz esté con ustedes, reciban el Espíritu Santo”. Necesitamos de esa paz verdadera, necesitamos de ese Espíritu nuevo.
Hoy lo cantamos con especial fuerza en la liturgia: ¡Espíritu Santo, ven!
(Jn 20, 22-23)
“Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.