Paulina Flores (1988) se hizo conocida en nuestro medio literario al publicar Qué vergüenza, colección de cuentos que le valió el premio Roberto Bolaño, ser traducida a ocho idiomas, haber sido escogida por la prensa española como una de las revelaciones del año 2016 y recibir una aclamación de la crítica nacional. Isla Decepción es su primera novela y, aunque parezca trillado decirlo, parece haber sido escrita por una profesional de las letras hecha y derecha, una autora con una experiencia que Flores dista de poseer: el aplomo que exhibe su estilo —con reparos menores que indicaremos al final— es digno de una novelista madura y en plena posesión de sus poderes narrativos.
Isla Decepción transcurre en 19 días, que bien podrían llamarse “Diecinueve días en las vidas de Marcela, Lee y Miguel”, los personajes centrales de la trama. Esta se inicia con una larga introducción: Miguel, un experimentado marino austral, trabaja con sus compañeros de jornada, rescata a un chico coreano que ha huido del buque factoría en el que se desempeñaba, en condiciones atroces, junto a sus amigos indonesios Joshua y Yusril. Lee tiene suerte, porque logra escapar con vida del infierno que ahora último se ha dado a conocer gracias a denuncias internacionales y al conocimiento de tratados de derechos humanos sistemáticamente violados por las naciones del sudeste asiático; sus colegas, sin embargo, mueren en el intento por sobrevivir en el Estrecho de Magallanes. Marcela huye de Santiago para refugiarse con su padre, Miguel, con quien tiene una contradictoria y confusa relación, en la que se combinan el cariño y la mutua desconfianza. En realidad, lo que hace es huir de sí misma y, sobre todo, del atormentado vínculo que la ligaba con Diego, un muchacho menor que ella, bastante acomplejado, poseedor de un carácter que, en su lazo con Marcela podría definirse como de dependencia histérica. Además, ella quiere deshacerse de un trabajo que aborrece y, más que nada, esconderse de todo y todos, borrarse del mundo, suprimir su pasado y protegerse bajo el alero paterno, ocultando así su verdadera identidad, tema que Flores volverá a abordar hacia el final de Isla Decepción, a propósito de la real personalidad de Lee.
El capítulo más extenso de Isla Decepción se titula “Un día en el Melilla”. Aquí es cuando Flores demuestra una impresionante capacidad investigativa, al describir las espantosas condiciones laborales de quienes viven con lo que obtienen en los barcos factoría: en verdad, son tan inimaginables, tan pavorosas, que cuesta imaginarlas ya bien entrado el siglo XXI. Quizá a Flores se le pase un poco la mano al retratar semejante forma de esclavitud actual; no obstante, hay que agradecer su honestidad, su coraje, la forma en que se presentan los hechos, la fuerza con que se trazan los sucesivos episodios, la enorme cantidad de actores que desfilan por estas páginas al promediar el libro, el impulso al mezclar hechos reales con entes de ficción y, muy en especial, la vasta galería de situaciones, la erudición, a ratos un tanto forzada, sobre lo que es la vida en alta mar, pero, particularmente, el retrato de estados de ánimo en un volumen que no es precisamente un estudio psicológico; un libro que dista muchísimo del realismo a la usanza en épocas muy recientes.
Es difícil decir quién o quiénes son los protagonistas de Isla Decepción, aun cuando la balanza se inclina claramente hacia el trío de Marcela, Lee y Miguel. Escrito en tercera persona, el ejemplar pasa de un lugar a otro, de un incidente al otro, de unas circunstancias en las que las equivocaciones, el aislamiento y, como el título lo indica, la decepción, pueden convertirse en una experiencia renovadora. En última instancia, Isla Decepción revela una forma de sobrevivir para seres que no consiguen aclarar sus propias diferencias y menos, de conocerse ellos mismos a fondo. Con seguridad, Lee es el caso más interesante de la historia: encerrado bajo un manto de silencio e incomunicación, que no es solo producto del idioma, sus violentos antecedentes lo hacen convertirse en un ser que jamás conseguirá la luminosidad necesaria para percibir con claridad las diferencias que lo separan de los demás.
Es inevitable que, en una primera novela, Flores incurra en impropiedades menores: puntuación errática, redundancias cacofónicas (“escalofriantemente frío” y otras), chilenismos injustificados (“un padre ganso”, “una pequeña tajada”, “brígidos”, “barsa”, etcétera), vulgaridades (“y hablaron más que la chucha”, “la caca blanca”), que pueden molestar la lectura de un notable debut literario.