Uno de los rasgos que más desorientan del “nuevo orden” del audiovisual —donde el streaming es el formato por default y las salas permanecen en animación suspendida, hasta próximo aviso— es la nebulosa en que han caído nuestros hábitos de espectador.
En los días en los que solo se iba al cine, se daba por descontado que la audiencia se quedaría hasta el final de la función, incluso si la cinta era mala. No había mucha opción. Salirse era poco menos que un acto de rebeldía y tampoco era tan simple: si ibas acompañado, había que convencer al compañero o condenarse a dar vueltas esperándolo. Los formatos caseros (del VHS al blu ray) alteraron radicalmente ese paisaje, introduciendo los botones de pausa, rewind y fast forward, y alivianando mucho el compromiso del que estaba mirando la pantalla. Ya no era la audiencia la que quedaba atrapada por lo que la película contaba, sino al revés: el filme quedaba sometido al capricho de quien lo veía. A su voluntad por terminarlo o dejarlo a la mitad.
El streaming ha agregado otras funciones en esa dirección: surfear por un catálogo virtual, cambiarse de película e inmediatamente comenzar otra, dejarla en suspenso y retomarla mucho más tarde; pero todo eso es básicamente experiencia de usuario y, en esencia, no cambia nuestra relación con las imágenes. Mucho más inquietante es otra cosa: en la medida que, al interior de las apps, el consumo de series ha ido equiparando y desplazando a las películas, nuestra propia percepción de cómo se cuenta una historia es la que parece estar cambiando.
Si en el tradicional formato de 100 minutos, director y guionista lidiaban con el desafío de asignar a sus protagonistas características, objetivos y obstáculos en un lapso relativamente breve, para luego proceder a cerrar el arco narrativo, en las series el desafío se redobla. Tienen que conseguir todo lo anterior (pero en capítulos de una hora de duración) e ir prolongando ese esfuerzo entrega tras entrega, hasta completar la temporada.
Idealmente, el espectador debería percibir ese esfuerzo de una forma similar: el episodio piloto le permite conocer a los personajes, mientras que los restantes servirán para explorar su relación con ellos de manera más profunda e intensa. Pero el proceso tiene costos. Las estructuras episódicas tienden a diluir el interés de quien las sigue, redoblando a cada momento el peligro de que quien la está consumiendo abandone.
Hay muchos trucos para evitar lo anterior. Algunos son viejos como el hilo negro (introducir tramas secundarias, presentar nuevos personajes) y otros más bien parecen tretas sucias (“el bueno se transforma en malo”, apariciones de actores famosos), pero solo consiguen hacer aún más visible el gran punto débil del formato: en las series, las partes no equivalen al todo. Por más que los estudios y sus showrunners intenten mantenerlo unido, ese “todo” irá fragmentándose de forma inexorable a medida que los capítulos avanzan. El deber, entonces, es tratar de llenar los inevitables intersticios de la mejor manera —si la premisa es eficaz, contarán además con sorprendente buena voluntad por parte del espectador—, pero si tratas de inflarlo con lo que venga (trama, presupuesto, espectacularidad), solamente lesionarás aún más ese talón de Aquiles. Tal vez esa sea la razón de por qué servicios como Netflix, Amazon o HBO están favoreciendo crecientemente producciones de carácter limitado y temporadas más breves o autoconclusivas, pero incluso eso no evita que la amenaza del relleno asome. A título personal: me costó mucho atravesar por la grasa que asomaba en producciones tan prestigiosas como “Godless” (2017), de Scott Frank (el creador de “Gambito de dama”), o “Zero Zero Zero” (2019), de Stefano Sollima; y ahora estoy en las mismas con la celebrada “For All Mankind”, una de las presuntas joyitas de Apple Plus. Su ejecución y punto de partida son fascinantes. ¿Qué habría ocurrido si los soviéticos hubiesen llegado primero a la Luna? ¿Cuánto más se habría expandido la carrera espacial? El problema es que le sobran subtramas, melodrama y una cuota cebolla que por ahora soy capaz de tolerar, pero que solo alimenta mi deseo por llegar al final de la segunda temporada y, por fin, deshacerme de ella. No debería funcionar así, pero algo me dice que esto que yo veo como un problema es parte central de la moderna ecuación del streaming: las apps necesitan que pasemos la mayor cantidad de horas pegados a la tele. Y parece que, por ahora al menos, estamos dispuestos a aceptar esa proposición.
Pensemos, por un momento, en la multitud de series que en su tiempo descubrimos, abrazamos y después abandonamos, sin la menor culpa. Luego, en las que seguimos contra viento y marea, hasta bien pasada su fecha de expiración; el tiempo que les dedicamos y que podríamos haber ocupado viendo esa montaña de películas que aún está apilada en el disco duro del computador. No duele pero pica, ¿cierto?