Metafóricamente, el domingo pasado el cambio, renovación y circulación de la élite política, alcanzó su punto de no retorno. No hay vuelta atrás posible. Ese proceso, iniciado bajo la superficie durante la década pasada, que irrumpió con visos de violencia el 18-O, y que luego permaneció entre paréntesis por la pandemia y el confinamiento, se expresa ahora de manera contundente. Y se ha instalado con una energía expansiva cuyas consecuencias son, por el momento, imprevisibles.
Los resultados de la cuádruple elección muestran no solo una renovación del personal político, sino de sus bases de reclutamiento. Significan renovación generacional, nuevo balance de género, mutación del origen social, diversificación educacional, incorporación de los pueblos indígenas, presencia de los territorios y un potencial de rearticulación entre sociedad civil, movimientos sociales y Estado.
Todo esto, en el marco de transformaciones culturales e ideológicas de largo alcance que hace rato se manifiestan en un abigarrado conjunto de propuestas ecologistas, feministas, multiculturales, de vida buena, éticas del cuidado, solidarismos de base, renovadas utopías comunitarias, socialistas, de democracia directa, deseos colectivos, redistribuciones masivas y derechos exponenciales.
El nuevo mapa en gestación deja fuera de lugar los puntos de referencia de la élite, que va de salida. De ella cabe esperar un último servicio: contribuir a un recambio pacífico.
Desde una mirada sociológica, la historia política consiste en el cambio y la rotación de las élites, sus relaciones mutuas y sus articulaciones con la sociedad civil. La democracia es —entre otras cosas— un método para autorizar, controlar y renovar continuamente a la élite política por medios pacíficos. Cuando falla, la sustitución de una élite por otra se hace por la fuerza y concentrando en ella todo el poder.
La disyuntiva que enfrentamos hoy es si la renovación en curso seguirá dentro de las reglas y procesos institucionales consagrados o se impondrá desbordándolos. La Convención Constitucional será clave en tal sentido. Podrá encauzar dicho proceso o descarrilarlo.
La suerte no está echada. Desconocer que existe un potencial de desbordamiento y agudización de los conflictos sería una ingenuidad. Declarar la inevitabilidad de su materialización contribuye a desencadenarla y vuelve definitiva la ingobernabilidad.
Hay que perseverar, pues, en los mecanismos establecidos. Insistir en deliberación, acuerdos y reglas. Y, de ese modo, encauzar la renovación de la élite política asegurándose de que tal proceso —que ocurrirá durante la presente década— se mantenga dentro de los parámetros de una institucionalidad que, a su vez, estará mudando simultáneamente. Es esta doble necesidad, la del cambio dentro de un orden que cambia, la que exige un inusitado talento colectivo de conducción.