Los resultados de la reciente elección permiten esbozar algunas conclusiones preliminares acerca del funcionamiento de la futura Convención. Su composición muestra un rechazo a la política tradicional, a los pactos de la transición y al modelo de desarrollo que dio a este país índices sin precedentes de crecimiento económico, bienestar social y estabilidad política.
Destacan el auge de los “independientes” y la decadencia de los partidos políticos de la Concertación y de la derecha, y el avance del Partido Comunista y del Frente Amplio. Los resultados muestran también la radicalización de los votantes, sobre todo de la nueva izquierda. La Lista del Pueblo, representante de la primera línea del “estallido social”, con más de 800 mil votos, eligió 27 constituyentes (solo 10 menos que todos los partidos de derecha unidos). En suma, aquellos que fueron contrarios al acuerdo que dio a luz a esta Convención son sus grandes triunfadores.
Se afirma que los independientes son solo la agregación de intereses distintos y focalizados. Sin embargo, subyacentes a las demandas específicas de muchos, hay acuerdos políticos y económicos fundamentales de rechazo al sistema, que permiten predecir sus posturas frente a las grandes definiciones que la Convención deberá adoptar. Todo indica que los movimientos feministas, ecologistas y otros comparten el repudio del modelo de desarrollo imperante: unos, porque implica el predominio del sistema “hétero-patriarcal-capitalista”; otros, porque el desarrollo económico atentaría contra el “ecosistema”.
En este contexto, el pronóstico más plausible es que en la Constituyente se consagrarán algunas de las siguientes disposiciones: un derecho de propiedad mucho más diluido que hoy; derechos económicos y sociales reclamables ante la justicia, con graves consecuencias sobre la distribución del poder, pues ello transfiere una de las principales prerrogativas de los gobiernos —como es la decisión sobre el gasto público— a un órgano que no emana de la soberanía popular; una extensión de las prerrogativas del Estado en materias económicas en desmedro de los mercados libres y competitivos; una reapropiación de los recursos naturales; el fin de la capitalización individual del sistema de previsión; la exclusión del sector privado en la solución de problemas públicos en áreas como salud y educación; mayores obstáculos a la inversión extranjera; un Banco Central sujeto al arbitrio de los gobiernos y, por ende, con menores facultades para velar por los equilibrios macroeconómicos; y formas de democracia menos representativas y más directas.
Para tranquilidad de quienes defendemos la libertad y la democracia, la Historia no tiene un fin predestinado inexorable, porque siempre las actuaciones de los seres humanos influirán sobre los acontecimientos. Como ha dicho el rector Peña, “no estamos en el fin de un proceso, sino en el inicio”, y mucho dependerá de los liderazgos de los constituyentes, de los intelectuales, de los académicos y del debate público que seamos capaces de generar. No estoy segura de compartir este optimismo, pero creo que hay que enfrentar el futuro como si aquella fuera la verdad.