Desde esta perspectiva comprendemos por qué, después de la ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén “con gran gozo” (Lc 24, 52). La causa de su alegría radicaba en que lo que había acontecido no era, en realidad, una separación, una ausencia permanente del Señor o un simple abandono. Por el contrario, en ese momento tenían la certeza de que Jesús estaba vivo, que estaba con ellos y que en él se habían abierto las puertas de la vida eterna. Así, la ascensión no implica la ausencia de Cristo en el mundo ni su indiferencia frente al devenir de la Iglesia o del mundo, sino que conlleva la inauguración de una forma nueva, definitiva y perenne de su presencia entre nosotros.
A partir de este hecho, les corresponderá a los discípulos hacer perceptible la presencia del Resucitado, pregonando el Evangelio por todas partes, sabiendo que el “Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban” (Mc 16, 20).
Entendido así, esta fiesta es una provocación a no quedarnos “mirando al cielo”, sino que a dejarnos movilizar por la fuerza del Espíritu Santo para encarnar con palabras y obras el Evangelio, teniendo la certeza de que el Señor está con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
Así, el carácter histórico de la resurrección y ascensión de Cristo nos ayuda a reconocer y comprender la tarea de la Iglesia —nuestra tarea—, sabiendo que ella encuentra la razón de su ser y de su misión en que Cristo vive en ella. Así, la Iglesia existe y actúa para proclamar la “presencia gloriosa” de Cristo de manera histórica y existencial, para que el mundo crea y se convierta. Con cierta audacia podemos afirmar que la presencia del Señor en el mundo, de alguna manera, se hace depender de nosotros los cristianos.
Con estas claves tenemos el desafío, tan antiguo, pero tan nuevo, de hacer presente el misterio de Cristo hoy. Y esa tarea la cumple la Iglesia —la cumplimos los cristianos— no solo con la insustituible eucaristía —la más real de las presencias— o con los demás sacramentos o con la defensa de algunas causas, sino que con la vida misma, santificándonos en las profesiones, en el trabajo, en la política, en la universidad, en la familia y en tantos otros lugares. Hoy Cristo vive en muchos testigos de la fe que son capaces de evidenciar la “belleza” y la “grandeza” de ser bautizados.
Situados en el hoy de nuestra historia —en un proceso constitucional en desarrollo—, se nos presenta a los cristianos la valiosa oportunidad para refrescar en nuestra mente y en nuestro corazón que, aunque estemos en distintas veredas políticas o ideológicas, tenemos una fe que nos une y que nos impele a hacer presente al Señor hoy, en estas coordenadas de tiempo y lugar, transformando “con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación” (EN 19).
Y ese camino “misionero” que penetra la cultura no se logra “recorrer” solamente con la predicación en las Iglesias, o con las catequesis, o con la necesaria defensa de ciertos principios o con las intervenciones de obispos y clérigos; tampoco se logra satanizando a quienes piensan distinto o pregonando las fatalidades de nuestro tiempo. Esto se logra, en cambio, en la medida que hacemos perceptible la ‘atracción' propia de una propuesta vital —el Evangelio—, que llena de sentido y da plenitud a la vida del hombre y de la mujer.
La oferta cristiana —que es Cristo vivo y su Reino— tiene el derecho a existir en una sociedad plural y somos nosotros quienes debemos hacerla presente, de modo transparente y amistoso, dialogante y sin “camuflajes”. Así, esta oferta tendrá la oportunidad de ser abrazada en la medida en que seamos capaces de mostrar, con buenas razones, con amistad cívica y con convicción, que tenemos un “tesoro”, a Cristo vivo y su propuesta de vida plena, que es el mayor bien para la convivencia presente, así como para el futuro del país.
En pocas palabras, la fiesta de la Ascensión, lejos de ser un signo de la ausencia de Cristo, es un recuerdo perenne, para todos nosotros, de que el Señor está presente y quiere estarlo a través de nuestro compromiso irrenunciable para dar vida al mundo.
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los once y les dijo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado”. (Mc 16, 15-16)