Aprovechando la fase 2, me junté hace unos días con un viejo amigo comunista. Al aire libre, por cierto, y con la debida distancia social. De jóvenes fuimos muy amigos. Tuvimos serias desavenencias políticas desde que el PC optó por la línea insurreccional de masas con el apoyo armado del FPMR en los años ochenta del pasado siglo, en lo que mi amigo estuvo intensamente involucrado. Pero no fue esto lo que nos separó, sino nuestras opciones de vida. A diferencia mía, él nunca ha abandonado un espíritu militante que confieso terminó por hacérseme fatigoso por lo rígido y lo monotemático. Pero mantuvimos la disciplina de juntarnos más o menos una vez al año, encuentros en los que reverdecía como magia la misma amistad de los viejos tiempos.
Esta vez no lo veía desde hace como dos años. Habíamos acordado juntarnos a fines de octubre de 2019, pero sucedió lo del estallido. A pesar de que él insistía en mantener el compromiso, yo preferí inventar una excusa para correrme. Me imaginaba la escena y me daba sopor. Mi amigo, exultante ante la explosiva rebelión contra un sistema que él siempre juzgó como incorregiblemente injusto; y yo, explicando que no era para tanto, que se había avanzado mucho, que —como fuera— nada justificaba la violencia y la destrucción. Por vez primera desde el plebiscito de 1988 me sentía a la defensiva, y por lo mismo preferí hacerle el quite.
Vino luego la pandemia, que nos encerró física y psíquicamente. Cualquier encuentro quedó descartado, pero igual intensificamos los contactos virtuales por esa manía que nos sobrevino a comienzos de las cuarentenas de rememorar viejos amores con el afán, me imagino, de contrarrestar el aislamiento y la soledad. Del estallido, por lo demás, parecía que hubieran transcurrido décadas, y las cosas han cambiado tanto que ya es difícil encontrar a quien no le encuentre algún grado de justificación. Por lo mismo, no fue raro —creo que yo mismo tomé la iniciativa, para borrar mi culpa— que aprovechando la apertura concordáramos retomar nuestra tradición de juntarnos para avivar la amistad.
Iba preparado para el bullying. Mi amigo, supuse, me refregaría en la cara todo lo logrado por la revuelta: el fin de la Constitución del 80, el golpe a las AFP, el nuevo royalty a la minería; todas cosas que nunca se consiguieron en la “cocinas” de la transición. Me hablaría de las cifras de muertes y contagios por la pandemia, afirmando que esto demostró el fracaso del neoliberalismo. Y remataría con Jadue, el primer comunista con carnet en condiciones de ser elegido Presidente de la historia de Chile. Mi plan era escucharle sin alterarme, para cuando se diera la oportunidad de hablar de nuestro pasado común, que es de verdad lo que a estas alturas más me interesa; enfocarse, como diría Maturana, no en lo que hay que cambiar, sino en eso que hay que conservar.
Pero la escena que me había imaginado se vino al suelo cuando, minutos atrasado, lo vi llegar. Venía tan cabizbajo que luego de los saludos de rigor le pregunté con cierta alarma cómo le había ido con el covid, pensando que era esto lo que lo tenía abatido. “Todo bien”, me respondió. “De hecho, tengo las dos dosis desde hace varias semanas. Me las puse en Las Condes. Impecable. Cuando hablo con mi hijo que vive en Berlín, ¡no lo puede creer! Allá están mucho más atrasados”. No me pude resistir: “O sea que el neoliberalismo no lo ha hecho tan mal”, le dije. Pero él tenía la respuesta preparada: “Es que el Estado chileno ha resistido y sigue siendo fuerte”. No lo dijo con mucha convicción. Una de sus fuentes de abatimiento, pensé, es esta: que la crisis sanitaria no deviniera en una catástrofe que confirmara sus presagios.
“Pero debes estar contento con lo que provocó el estallido”, le dije magnánimamente con el afán de subirle el ánimo. “No, para nada”, me replicó: “Pasó lo mismo que con las protestas de los años ochenta. En lugar de culminar en una insurrección popular para terminar con el capitalismo y la democracia excluyente, su energía fue capturada por la clase dirigente que la usó para cocinar entre cuatro paredes el pacto de noviembre de 2019 y desmovilizar al pueblo”. Su raciocinio me sorprendió. “¿Pero acaso no valoras el proceso constituyente, que en octubre ganara el Apruebo y que estemos ahora eligiendo a los convencionales?”, le pregunté. “Lo mismo se dijo en 1988, pero luego del plebiscito no pasó nada, como los comunistas lo anticipamos. Por eso esta vez tampoco firmamos el pacto y nos quedamos fuera, a diferencia de Boric que ahora nos anda buscando. Hubiéramos preferido mil veces seguir con la movilización hasta derrocar el gobierno y acabar con el sistema”. Le dije: “Pero igual tienen candidatos para la Convención, varios de los cuales van a salir”. Su rostro se contrajo. “Tonterías. Los que van a salir son figuras conocidas en la tele, no verdaderos militantes. No confío en ellas para defender las ideas del partido; nunca he confiado”. Se detuvo unos segundos. “Además, en la Convención los neoliberales, los de derecha y de izquierda, serán amplia mayoría. Podrán salir algunas reformitas, pero no una verdadera revolución”. Lo quise contradecir mencionándole los “mínimos comunes” que la oposición ha propuesto al Gobierno bajo el liderazgo de Yasna Provoste. “A eso me refiero”, replicó. “Puros paliativos que terminarán salvando al sistema, y de paso, a Piñera. Como los mencheviques”.
Era tal su desaliento que me decidí a un último intento. “¿Pero no estás contento con Jadue? Al paso que va saldrá Presidente”. Esta vez mi amigo no tenía la respuesta en la punta de la lengua. Se tomó un tiempo, como masticando un cuesco amargo: “Basta escucharlo. Se quiere más a sí mismo que al partido. Desea ser Presidente aun al precio de renunciar a nuestras ideas. ¿Sabes por qué no resultó el llamado al ‘estallido 2021'? Porque no les convenía a sus cálculos electorales. Escúchame bien: cuando los votos se ponen por delante de la movilización del pueblo vamos por un camino de derrota”.
Mis esfuerzo habían sido vanos. Mi amigo comunista seguía hundido en el fatalismo, y yo comenzaba a encontrarle razón. La depresión, se sabe, también es contagiosa. Por lo mismo, decidí abreviar el almuerzo y partir.