Con los años me he vuelto más precavido y metódico. Por eso quise decidir con tiempo mi voto para las elecciones que culminan hoy. Despaché rápido concejal y alcalde, porque en mi comuna no hay mucho morbo en esas disputas. Me demoré un poco más para decidirme en la elección de gobernador regional. Pero también logré dirimir. Mi problema estuvo en los candidatos a la Constituyente.
Me fui a mirar la nomenclatura que identifica a las distintas candidaturas en la papeleta y por un momento creí más bien estar escogiendo entre una computadora o un sistema operativo informático: ¿XP o ZY? ¿Había ahí alguna pista o mensaje oculto en la combinación de letras con números?
Confieso que hasta googleé (¿existe ese verbo?) qué significaban las letras elegidas más los números: me aparecieron cosas en coreano, polaco y hasta húngaro.
Tras abrumarme algunas horas conseguí mi objetivo y memoricé las letras y los números de mis cuatro candidaturas. Esas son las que marcaré en la papeleta cuando concurra a votar, como lo he hecho sin falta en las últimas décadas.
Es que además de tener el hábito de votar (que en mi caso es como tomar café y leer los diarios cada mañana), hacerlo me provoca placer (igual que el café y los diarios). Ir a votar para mí no es una carga, sino un panorama.
Votar es también un privilegio. Hay países que no tienen la posibilidad de resolver los asuntos de la vida en común a través de elecciones libres.
Votar es también una ventaja: los que lo hacemos tenemos más poder que los otros. Nosotros somos, literalmente, más influyentes que los que se abstienen.
Así, el solo hecho de votar es ya motivo de celebración, de triunfo. Todos ganaremos este fin de semana, primero, porque podremos resolver nuestras diferencias pacíficamente, de manera democrática.
Pero también ganaremos en lo específico. Quizás elegiremos a alguna o alguno de nuestros cuatro candidatos; o nuestro sector político conseguirá alguna de las mayorías nacionales en alguna de las cuatro elecciones; o conseguiremos un número de escaños razonable como para influir; o festejaremos que se quedará fuera de la Constituyente, de la gobernación, la alcaldía o el concejo municipal alguien que estimábamos nefasto. En fin. Todos podremos sacar cuentas alegres.
A los únicos que debemos temerles es a los que, pese a estar invitados, deciden no participar de la fiesta de la democracia y prefieren tratar de tomar el atajo de imponer sus puntos de vista no a través de la urna sino desde la calle, a los gritos, las piedras, el fuego o las bombas.
Ojo con eso: habrá gente a la que no le gustará el resultado de esta noche y comenzará, sutilmente primero, violentamente después, a boicotear el itinerario previsto. Si esos grupos logran intimidarnos y consiguen imponerse, nuestra democracia será una farsa y en verdad viviremos en una dictadura, que gobernará por la vía de la violencia y el miedo.
Dicen que la primera urna que se utilizó en el planeta data del año 530 antes de Cristo. Ya en esa época, los griegos entendieron que el voto secreto y libre era la mejor forma de resolver las diferencias políticas. Quizás sea eso lo que me hace adicto al voto: lo que me permite sentir pertenencia, no a un sector, ni siquiera a un país, sino que a una civilización.