En el momento de mayor tensión de “Dr. Strangelove”, la negociación con el embajador soviético en la Sala de Guerra del Pentágono ya carece de sentido. No hubo forma de parar el bombardero que viajaba con cabezas nucleares armadas hacia la estepa rusa y todos sospechan de todos; de pronto, el embajador se para hacia el bufé de la comida, agentes de seguridad lo siguen y, furioso, el soviético les lanza un enorme pastel, solo que apunta mal y le cae en la cara al Presidente de Estados Unidos (Peter Sellers). Silencio, solo roto por la voz del mandatario: “Señores, su Presidente ha sido atacado violentamente en la flor de su vida. ¿Van a dejar que esto quede impune? ¡Exijo una represalia!”. Y entonces comienzan los pastelazos. Decenas. Cientos. Apenas se distingue lo que ocurre en pantalla, todo se ha vuelto un amasijo de merengue y bizcocho. Ya no hay caras, ni brazos, ni cuerpos. Solo montañas de masa.
Corren los créditos. Fin.
Pero hay un problema: nadie llegó a ver ese final. Como bien sabemos, la película termina con uno de los pilotos montado arriba de una bomba nuclear que cae y gatilla la reacción en cadena de todos los sistemas de defensa. Vemos un corro de explosiones, mientras la voz de Vera Lynn canta de fondo “We'll Meet Again”. Lenta y plácidamente, la pantalla se va a negro.
¿Y los pasteles?
A mediados de noviembre de 1963, Stanley Kubrick exhibía a grupos selectos el corte final de su película: una carnavalesca y cínica adaptación de “Red Alert”, novela de suspenso nuclear escrita sin gota de humor alguno. El director se sentía orgulloso de su batalla a tortazos, pero ¿acaso no se le había pasado la mano? La idea flotaba en su cabeza el viernes 22, cuando llegan las noticias del asesinato de John Kennedy. Los productores recuerdan súbitamente la frase de Sellers —un presidente atacado violentamente, en la flor de su vida— y entran en estado de terror. El filme no puede estrenarse en estas condiciones. Kubrick reacciona con total frialdad y procede a sacar las tijeras. Corta su desenlace. Pero no lo bota.
Aunque se creyó perdido por décadas, el rollo de película aún existe. Se encuentra depositado en una bóveda del British Film Institute, junto a otros materiales donados por la familia del cineasta tras su muerte, en 1999. Se sabe que el instituto lo ha mostrado privadamente a académicos e investigadores en diversas ocasiones, pero no existe plan alguno de editarlo como extra en una futura edición del filme. ¿Por qué? No les costaría nada, ¿cierto?
Inmersos como estamos —hasta más arriba del cuello— en una era en la que hasta hace poco se comercializaban sin culpa nuevos “cortes del director”, versiones remasterizadas y reediciones de clásicos varios, la idea de poder visionar lo que Kubrick dejó en el rincón de los descartes puede hacer sentido; sobre todo si uno considera que, aparte de la guerra de merengue de “Dr. Strangelove”, los quince minutos iniciales de “2001” y la secuencia final de “El resplandor” (que, aparentemente, profundiza en las incógnitas de la cinta), también languidecen por ahí, bajo siete llaves, en circunstancias de que podrían ser la punta de lanza para un lucrativo relanzamiento de la obra del maestro. Hasta ahora, los herederos se han negado aludiendo a su respeto por la integridad del legado del artista, pero el punto de fondo es otro: independiente de si optamos por la ética o por la codicia, la naturaleza del fenómeno cinematográfico no solo se limita a lo “presente” —el relato que vemos proyectado en pantalla—, sino que va mucho más allá: la película nunca es solo “la película”. Es también sus circunstancias y su contexto. Es lo que me están contando, pero también lo que cae dentro de las elipsis narrativas. Lo que infiero, lo que supongo, lo que los cineastas eligieron dejar fuera, pero que de igual forma los espectadores acabamos abrazando. Lo ausente.
Puestos en la disyuntiva, ¿sería mejor ver los pastelazos de Sellers y sus amigos o rendirse sin más y aceptar su ausencia? O para hacerlo más interesante todavía, ¿aceptaríamos seguir viendo la versión truncada de “Los magníficos Amberson”, de Orson Welles, si por arte de magia fuera encontrada la versión sin los cortes hechos por el estudio, a espaldas de su autor? Y si así ocurriera, ¿cuál de las dos calificaría como la “versión original”? ¿La que siempre estuvo disponible o la que regresa del trasmundo?
En la penúltima escena de “El padrino II”, los hermanos Corleone están sentados en la mesa para celebrar el cumpleaños de su padre. Michael anuncia que se ha enrolado en el ejército e irá a la guerra. Desastre. La armonía familiar se quiebra justo cuando Vito arriba a la casa, pero la escena se disuelve en el preciso instante en que el patriarca está entrando al comedor. Nunca lo vemos llegar. No lo vemos porque Marlon Brando simplemente no apareció el día en que la escena debía rodarse: plantados por su estrella en el set, los cineastas se habían quedado sin nada. Puesta en pantalla, sin embargo, la ausencia de Vito se vuelve todo.