Uno de los factores principales que socavan los cimientos de las democracias representativas liberales en Occidente es el surgimiento de distintas versiones de populismo, tanto de derechas como de izquierdas. Este concepto es ambiguo debido a la multiplicidad de sus definiciones. En ocasiones se refiere a una ideología, una filosofía política, un discurso, un estilo, una retórica o un modelo para describir ciertos períodos históricos; en otras, se identifica con la demagogia. Sin embargo, siempre se refiere a un intento por representar directamente las necesidades y deseos de “el pueblo” (noción esta tan líquida como la anterior).
Para los efectos de esta reflexión, usaré el término para referirme a una serie de prácticas que se caracterizan por uno o más de los siguientes rasgos: políticas públicas tendientes a complacer a “el pueblo” en el corto plazo, sin mediación institucional y al margen de un sustento económico real para mantenerlas en el largo plazo. Además, aunque no siempre, se trata de regímenes liderados por una figura carismática, que emplea la democracia electoral primero para ser elegida y después para perpetuarse en el poder, y que hoy muchas veces sostiene vínculos y afinidades ideológicas con ciertas formas de marxismo (Socialismo del siglo XXI). En todo caso, siempre se trata de la búsqueda de soluciones mágicas inmediatas, que involucran políticas distributivas de corto plazo, pero carecen del sustento económico necesario para hacerlas viables como políticas permanentes.
Estas tendencias populistas subyacentes han amenazado en forma permanente las posibilidades de Chile de alcanzar la deseada meta del desarrollo. Así, hemos intentado una y otra vez avanzar, aunque con poco éxito, desde una sociedad tradicional, de bajo crecimiento y concentración del poder, hacia otra moderna y democrática.
Si bien el populismo económico siempre ha amenazado nuestro destino, ahora ha surgido en Chile con mucha fuerza el populismo político tanto en la izquierda como en la derecha. Esto tiene al menos dos aspectos preocupantes: primero, dirigentes políticos que se erigen en los únicos y verdaderos intérpretes de las “pulsiones” populares e intentan representarlas en forma personal, al margen de las instituciones constitucionales, las cuales en el proceso son arrasadas. Más nociva aún —porque introduce el odio y la división disolvente— es la necesidad de construir un enemigo al cual atribuir todos los males y las perversidades del mundo y que, casi siempre, es “la élite”. Este, una vez más, es un concepto muy líquido, que incluye, en general, al que no opina como yo. En ella caben, por cierto, los empresarios, los técnicos, los “economicistas” que argumentan con datos objetivos y no con percepciones subjetivas, y que, por lo tanto, carecen de empatía; y, finalmente, quienes supuestamente “no tienen calle”, no se preocupan de las necesidades y sufrimientos de la gente, y deben, por lo tanto, ser privados de su derecho a opinar. Este 16 de mayo nos jugamos la decisión de si seremos una democracia o caeremos bajo el influjo populista anticonstitucional. Por ello es inconcebible que haya personas que dudan de si ir o no a votar.