¿Nadie ha escrito un poema, una canción, una loa a los acuerdos? Alguien debiera hacerlo en estos días. Whitman cantó a la democracia con emoción, celebrándola como una conquista del espíritu humano. El espíritu de acuerdo es una de las expresiones más altas del desarrollo civilizatorio. Sin acuerdo, no hay comunidad ni país posible. A quienes no les ha tocado vivir una guerra civil, o una dictadura, probablemente no entenderán ni vibrarán con un elogio del acuerdo. Les parecerá sentimentalismo político blandengue y se sumarán al coro de los que hoy usan la palabra “cocinería” para denostar a los que privilegian el diálogo.
Los líderes que han destruido países y comunidades son aquellos que se han arrogado la posesión de la verdad. Son los iluminados, los que no quieren ceder un ápice en nada, los que consiguen el poder para ejercer la venganza, para humillar al adversario. El que se juega por un acuerdo es porque sabe que no sabe (o no lo sabe todo). La verdad se alcanza o se construye, nadie puede arrogarse poseerla de antemano. Nietzsche decía: “la verdad se hace de a dos”. El que apuesta y arriesga su capital político por el acuerdo es mucho más valiente y osado que el que prefiere la confrontación. Construir acuerdos requiere temple, serenidad, paciencia, virtudes superiores. Valentía en su dimensión más profunda. Los fanáticos son, en el fondo, cobardes, porque no tienen el coraje de mirar al otro cara a cara y de exponerse a ser convencidos por ese otro.
Cuando Nelson Mandela salió de la cárcel en la que estuvo treinta años encerrado, fue a tocarle el timbre al Presidente de Sudáfrica y líder de los blancos, lo miró a los ojos: esa mirada mutua desarmó a los antaño enemigos y ahí brilló el Mandela más valiente, mucho más que el otrora joven violento e indignado. Aylwin, en ese famoso discurso en el Estadio Nacional, apostando por la reconciliación, apenas terminada la dictadura, incluso a pesar de las pifias de sus adherentes, mostró su talante, su verdadera condición de líder. Nos faltan líderes así en estos días: abundan, en cambio, los que callan sus convicciones por un puñado de votos o un poco de pantalla. Da la impresión de que una parte de la izquierda chilena quiere, tal vez inconscientemente, humillar lo más posible a un gobierno que ya parece derrotado de antemano, para vengarse de las antiguas humillaciones que una derecha entonces “cavernaria” le infligió de manera tan brutal. Eso revela una falta de inteligencia emocional y política inmensa. Porque el resentimiento degrada menos al que es víctima de él que al que está intoxicado de su letal veneno. Una izquierda enemiga de los acuerdos corre el riesgo de convertirse en una “izquierda cavernaria”, es decir, en el reflejo del peor rostro de ese enemigo del que se considera superior moralmente.
Eso revela, además, una falta de inteligencia política pasmosa, pues la historia tiene muchas vueltas y el que es vencido hoy puede ser el vencedor mañana. Eso no lo vislumbró Jaime Guzmán al redactar una Constitución humillante para su adversario, entonces diezmado y perseguido, pero hoy empoderado e indignado. Y no lo vislumbran hoy los que quieren redactar una nueva Constitución que no incluya el aporte de sus adversarios. Afortunadamente, en los últimos días, han aparecido líderes políticos dispuestos a ceder, a perder, a acordar, es decir, a construir futuro en vez de repetir el pasado. Ellos no deben arredrarse ante quienes los funan o los acusan de hacer “cocina”, porque de esos o esas líderes que hoy están intentando “tejer” (y no cocinar) un acuerdo, saldrá la mujer o el hombre que los chilenos escogerán para dirigir al país en la difícil transición después de la pandemia. El origen de la palabra acuerdo (que incluye “cors” en latín, corazón) significa unir los corazones. ¿No es ese latir milagroso el que el país está esperando escuchar de su élite, cebada hoy en la discordia?