En su vasta colección de escritos sobre liderazgo, el pastor, entrenador y conferencista estadounidense John Maxwell tiene un libro de nombre potente: “A veces se gana y a veces se aprende”.
Maxwell apunta que hoy es difícil aprender, porque no hay mucho tiempo, pero que hay que tener en cuenta un principio para lograrlo: que cualquier retroceso o pérdida se puede convertir en progreso con la mentalidad correcta.
El valor del aprendizaje ante la adversidad, por lo tanto, debe quedar siempre en alto como prioridad, porque es la ruta a la madurez y a las posibilidades de conseguir la estabilidad y el éxito futuro.
La idea bien puede calzar en lo que vivieron los jóvenes de Colo Colo que jugaron ante Ñublense, el sábado 1 de mayo pasado. Obligados por una circunstancia ajena —propiciada por una falta a los protocolos sanitarios de personas que se supone son maduras y bien formadas—, un puñado de canteranos albos, varios de los cuales nunca habían jugado un partido de profesionales y que además carecen desde hace más de un año de una competición en su categoría, tuvieron que buscar tres puntos ante un rival que el año pasado fue superior a todos los de la Primera B y que en este torneo ha estado a la altura.
No es todo. Como equipo, los once que entraron a la cancha del Nelson Oyarzún jamás habían jugado una mísera pichanga juntos. Y menos en una cancha resbaladiza producto de una lluvia persistente.
Sí, claro, los muchachos, que contaron con algunos “veteranos” (Gil, Campos, Fritz, Gaete, a los que se sumaron dos que ya han jugado en Primera: Villanueva y Gutiérrez) terminaron siendo vapuleados por Ñublense. En verdad, el 5-1 le quedó corto a los chillanejos, porque en el segundo tiempo la cosa era muy simple: presionar un poco, atacar y cobrar.
¿Vergonzoso? ¿Oprobioso? ¿Humillante lo de este Colo Colo? Para muchos medios e hinchas, sí lo fue. Eso y mucho más. Se entiende. La urgencia del cortoplacismo y el deseo permanente de hacer de todo un escándalo o un ajuste de cuentas hacia el rival explican la falta de un mínimo de análisis.
Seguro, ninguno de ellos reparó que ese equipo discreto e inexperto mantuvo lo que más pudo el ideario futbolístico que hoy tiene la escuadra estelar. Pocos vieron que el volante Vicente Pizarro se supo mover y convertirse en un buen socio del experimentado Leonardo Gil hasta que le dieron las piernas. Que Joan Cruz, otro mediocampista, fue a correrlas todas y enfrentó sin temor a los recios defensores locales. Que el lateral Bruno Gutiérrez no solo defendió, sino que intentó proyectarse cada vez que pudo. Que Carlo Villanueva puso un par de pelotas como hacen pocos hoy en Primera División. O que el cabro chico Dylan Portilla, los minutos que estuvo, quiso “comerse” a los rivales a punta de amagues y filigranas.
Pero no, fue más fácil denigrar y achacarles a estos, que son el recambio que ellos mismos exigen, la responsabilidad de una derrota justa y esperable. Sí, a veces se gana y otras se aprende. Y tal vez sean ellos, los burlones, quienes, en realidad, deberían leerse el librito del profesor Maxwell.