Como párroco, leer el Evangelio de hoy en estos tiempos no deja de inquietarme. Algo parecido puede ocurrir a otros bautizados. ¿El motivo? En un texto de solo ocho versículos, la expresión “dar fruto” sale seis veces: “Con esto recibe gloria mi Padre, con que den fruto abundante; así serán discípulos míos” (Juan 15, 8).
Busco después comentarios y me encuentro con estas palabras de san Juan Pablo II: “Dar fruto es una exigencia esencial de la vida cristiana y eclesial. El que no da fruto no permanece en la comunión: “Todo sarmiento que en mí no da fruto, (mi Padre) lo corta” (Juan 15, 2)” (Christifideles laici, nº 32).
Me inquieto, porque contemplo mi parroquia en Santiago, que ha vivido el vaivén de la cuarentena. Ha sido muy difícil planificar y dar certeza a novios, padres y padrinos de recién nacidos, etc. Y en estas circunstancias, quiere el Señor ¡que dé fruto!
Si a esto se suman medidas impuestas que afectan la libertad religiosa, aforos que no logro explicar a mis fieles sin exponerme a descalificar a la autoridad —prefiero omitirlas—, la supresión hasta la fecha del ítem “actividades religiosas” en el permiso Único Colectivo que suprime la posibilidad de voluntarios para hacer el bien —ayuda fraterna en comida y ropa—, etc…. Señor, ¿cómo quieres que dé “fruto abundante” (Juan 15, 8)? Viene la tentación de la nostalgia de “épocas mejores”: cuando no se quemaban templos, los pastores eran escuchados, la Iglesia como institución tenía influencia y gozaba de prestigio, etc.
Pero gracias a Dios, el tiempo litúrgico de Pascua nos trae la lectura de los Hechos de los Apóstoles, para contemplar esta pequeña e incipiente Iglesia primitiva —un puñado de hombres y mujeres— con una identidad clara y unos pastores muy atentos y unidos. No tenían nada de lo que nosotros “hemos perdido” y en cambio crecían en bautizos y su influencia en la sociedad era desproporcionada al número de sus seguidores. ¿Qué podemos aprender de ellos? Tenían a Jesús en sus vidas y enseñaban lo que vivían: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada” (Juan 15, 5). Como nos señaló el Papa Francisco, no era una Iglesia centrada en sí misma. Jesús no nos dice: lo que te propongas sin mí, será más difícil; será más lento pero llegarás; te supondrá más esfuerzo pero lo conseguirás. El Señor no da alternativa: “sin mí no podéis hacer nada” (Juan 15, 5).
Esos primeros cristianos, sin prestigio, sin historia y con persecuciones solapadas o directas, siendo víctimas, no se sentían como tales. Defendían y ejercían sus derechos, porque eran ciudadanos iguales que los demás. Con escasos medios y sobre todo con su testimonio intentaban hacer el bien, mostrando de esta manera que querían amar a Dios con todo su corazón y al prójimo en cualquier circunstancia, tiempo y lugar.
El primer fruto abundante tiene que ser en nuestra vida: “Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él” (1 Juan 3, 24). ¿Es posible que Cristo triunfe en mi vida a pesar de las circunstancias de mi país? Sí. Y todos los otros frutos vendrán en la sociedad, como consecuencia del primero.
Estos tiempos de purificación ¿no serán tiempos de poda que preparan un nuevo florecimiento de la vida cristiana?: “A todo sarmiento que da fruto, [mi Padre] lo poda, para que dé más fruto” (Juan 15, 2). “El Padre corta y poda. ¿Por qué? Porque para amar hay que despojarse de todo lo que nos desvía del camino y nos encorva sobre nosotros mismos, impidiéndonos dar fruto… Así, purificados en el amor, sabremos poner en segundo lugar las trabas terrenales y los obstáculos del pasado que hoy nos distraen del Evangelio” (Francisco, 25-01-2021).
“Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden”.
(Jn. 15, 5-6)