Existe un sentimiento o mentalidad social —no sé bien cómo llamarla— con la cual simpatizo. Algunos —unos gurús seudosociólogos— sostienen que es uno de los rasgos que caracteriza a las generaciones nacidas después del año dos mil. Pero, por cierto, conozco a muchas personas nacidas holgadamente con anterioridad a ese hito que también la comparten y, más todavía, como lector de historia y literatura, podría conjeturar que es un rasgo cultural de largo plazo, solo que hoy se ha tornado más agudo, absurdo y visible.
La mentalidad y sentimiento a los cuales me refiero podrían conectarse a cómo se percibe lo que antiguamente se llamaba “felicidad” o “bienestar” o, ya más contemporáneamente, “calidad de vida”. Desde tiempos remotos esa vida “lograda o malograda” depende de una dimensión no física, de tal manera que acomete una honda sensación de abatimiento, si nos percatamos de que los días pasan veloces en la lucha tenaz por satisfacer ese mínimo fisiológico sin que, ni siquiera en un horizonte temporal mediano, se abra la posibilidad de gozar de la vida en lo que tiene de don maravilloso. El tema de la “vida lograda”, de la “vida buena” es el gran tema de la ética, el cual no se reduce a una mezquina preceptiva llena de restricciones.
Si el trabajo no es camino de acceso a esa “vida” entendida de esa manera superior, pierde sentido, se convierte razonablemente en algo odioso, una mera carga, que bestializa y no humaniza, y convierte al sujeto en una mula que gira en torno a la noria. El trabajo no es un “bien en sí”, sino una forma simulada de servidumbre si no es posible enlazarlo virtuosamente con mayores momentos de felicidad. Como Aristóteles, creo que, en el orden de los bienes, la felicidad es el primero y todos los otros se le subordinan. Muchas personas piensan que el sistema de organización socioeconómica que nos rige —el odiado “modelo”— es el responsable mayor de que una gran mayoría trabaje de ese modo “inhumano” en favor de una minoría, que es la que puede vivir logradamente. Tengo muchas dudas respecto de si esa conjetura es correcta o, al menos, contiene la respuesta completa. Temo que no existe una solución, lo cual no obsta a que desde mediados del siglo XIX y, sobre todo, después de la revolución industrial, la meditación de la figura del “trabajador” ha sido colocada en el centro de la búsqueda de una comunidad política justa. Ante un trabajo degradado, la “flojera” es una táctica moralmente legítima. La revolución de las comunicaciones ha puesto ante los ojos de todos las múltiples opciones de vida buena que yacen en nuestra circunstancia y a las cuales nadie está obligado a renunciar.