El rector Carlos Peña ha desarrollado (columna del domingo 18 de abril) un potente argumento a favor de la eutanasia activa. Él distingue dos formas de concebir la vida: como teniendo un valor en sí misma y en ese caso el Estado estaría obligado a defenderla a cualquier precio (y por ende, no permitir la eutanasia), o considerando que su valor deriva de la posibilidad de que “en ella se realice un plan de vida sostenido por la imaginación y por la voluntad del sujeto que la vive…”, y que, por lo tanto, “el valor de la vida… está ligado indisolublemente al sentido que le insufla quien la vive”. En este caso sería “el mismo valor de la vida lo que impide que el Estado se entrometa…” (vale decir, debe permitirla).
Esta distinción reproduce en cierto modo dos posturas opuestas frente a la realidad que han marcado la historia de Occidente, al menos desde el Racionalismo francés del siglo XVIII: la de los que creen en un Dios trascendente que sería la fuente de todo sentido y, por lo tanto, también de la vida, y la de los que prescinden de esta creencia e interpretan al ser humano como producto azaroso de la evolución y cuyo valor radicaría en lo fundamental en la libertad de decidir cada cual su destino. Este tipo de posturas polares se muestra también en otros ámbitos, como es en el caso de la filosofía entre el idealismo alemán y el empirismo inglés, en biología entre el vitalismo y el materialismo, en la ética, entre las posturas deontológicas y teleológicas, etcétera. Pero también se observan frente a problemas específicos como el aborto, la idea de familia y, por cierto, la eutanasia.
Así, se podría postular, por ejemplo, que la vida sí tiene valor en sí misma, pues ya en los orígenes de nuestra cultura, en la Grecia Clásica, se consideraba al cuerpo humano como divino (physis to theion) y que, por lo tanto, el Estado no atropellaría la libertad individual al no permitir la eutanasia, puesto que ni este ni nadie tiene derecho a interrumpir una vida, sino solo Dios. Pero este argumento no va a convencer sino a quien previamente crea en ese Dios y en su misteriosa Providencia. Ese tipo de confrontación de ideologías es, por lo general, inconducente. Se podría, en cambio, enriquecer el diálogo remitiéndose a determinados hechos —en sí mismos incuestionables— cuyo análisis permita iluminar el asunto en discusión desde otra perspectiva. Pensemos en los dementes, por ejemplo, que sufren de un daño cerebral progresivo e irreversible y no tienen ninguna posibilidad de configurar su vida y menos de darle algún sentido. O en los niños que nacen con daño cerebral, también irreversible, que jamás podrán llegar ni siquiera a comprender su vida y menos a conducirla. ¿También debemos someterlos a eutanasia, como de hecho ya está sucediendo en los Países Bajos? (denuncia del Dr. Chabot y otros 32 médicos en 2018).
Se podrá contraargumentar que ellos no la solicitaron y que por eso quedan fuera de esta ley, pero el mismo principio de autonomía se podría aplicar a los familiares cercanos de estos enfermos, quienes los ven sufrir con sus limitaciones extremas y también sufren ellos con las demandas que su cuidado les significa o el alto costo de una eventual internación definitiva. ¿Por qué no van a tener el derecho a solicitar la eutanasia de su familiar sufriente en caso de no estar capacitado él mismo para solicitarla? Sin ir más lejos, de las 169 personas afectadas de demencia, sometidas a eutanasia durante 2017 en Holanda, la mayoría no estaba en condiciones de dar su consentimiento ni lo había dejado antes por escrito. Sabemos también que el número de eutanasias ha venido aumentando en ese mismo país en forma alarmante, llegando en el año 2015 a 5.016 casos (A. W. Bauer, 2020).
¿Es siquiera imaginable que en una nación relativamente pequeña como Holanda haya habido, en un solo año, ese número tan alto de enfermos terminales que la medicina paliativa no pudo aliviar? ¿No se habrán sumado los “suicidios asistidos”, como de hecho y oficialmente ocurre en Suiza, país que solo en el año 2015 tuvo 1.300 casos de este tipo? (A. W. Bauer, 2019). ¿Y si la experiencia psiquiátrica demuestra que la mayoría de los suicidas padecen de una enfermedad mental que es mejorable y que los postulantes a ese procedimiento podrían haberse arrepentido?
Pienso que hay muchas preguntas por contestar y cuestiones por resolver antes de aprobar una ley de eutanasia, sobre todo si se piensa en lo que está sucediendo en los países que ya la tienen. El argumento aportado por el rector Peña es contundente, pero no resuelve el problema de la demencia y de otras enfermedades mentales crónicas, las que cuestionan el principio de que la vida humana solo tiene valor si se la vive consciente y libremente. Quizás si los griegos otra vez tenían razón al sostener que ella es sagrada y, por ende, siempre digna de ser vivida.
Dr. Otto Dörr