Este domingo la liturgia nos regala la figura de Cristo, el buen Pastor. De entrada, es bueno aclarar que no está referida en primer lugar a la parábola de la oveja perdida, donde se nos presenta la bondad de Jesús que carga a la oveja perdida sobre sus hombros, sino al capítulo 10 de San Juan, donde se nos presenta al pastor verdadero, el valiente que da la vida por las ovejas, que las conoce, las conduce y las protege. Cristo, el buen pastor, nos invita a descubrir una forma concreta de la belleza de la condición humana.
Al igual que en todo el evangelio, Cristo está revelando el rostro verdadero de Dios. En general, la mayoría de la gente cree en Dios. Pero suele ser un dios que se adapta a la justicia humana, que premia y castiga conforme al mérito, que se complace en quien lo sirve, prohíbe una serie de cosas y a veces también se enoja con nosotros o nos pone a prueba. Esto se sustenta en que se trata de un dios todopoderoso, infinito, y que se hace respetar. Se trata de un dios tomado del ideal de hombre que nos hemos construido, nos parece razonable, y esto tiene aceptación incluso en muchos cristianos.
Qué lejos está esto del rostro de Dios que Jesús nos va revelando en el evangelio: frecuenta a los pecadores, se mezcla con los excluidos de la sociedad, ama incluso a quienes lo clavan en la cruz, y muere… El evangelio de hoy profundiza más en ese verdadero rostro de Dios y lo muestra como buen pastor, o más bien como aquel pastor que refleja lo más bello de la vida: conoce, ama y da la vida por sus ovejas.
Para presentar esta imagen, Cristo la contrapone con el pastor asalariado, aquel que espera la paga al final de la tarde y que en definitiva piensa en sí mismo. Esto lo vemos reflejado hoy en la fuerte crítica frente a muchas formas de autoridad de nuestra sociedad, tanto civil como religiosa y social. El cuestionamiento es cuando vemos que en el ejercicio de la autoridad imperan intereses mezquinos o egoístas, que en definitiva buscan su propio bienestar a costa de los demás; aquellos que en vez de dar la vida buscan protegerse y asegurarse.
También se refleja esta mentalidad en lo que reconocemos como una “espiritualidad de los méritos”, donde se busca acumular méritos, incluso a través de la caridad y la oración, para recibir una paga de parte de Dios. Esta es una relación egoísta, y se da en aquellos que viven como asalariados y no como hijos de Dios.
El amor gratuito del buen pastor es la respuesta ante esto y así se entiende la belleza de esta propuesta. El pastor bueno no piensa en sí mismo, sino en la situación en que se encuentran sus hermanos. El bien se hace de forma gratuita, porque amar es bello y transforma la vida y la sociedad. La belleza de la condición humana no está en hacer lo que me agrada, sino en amar y servir.
Por eso la propuesta de Jesús es que la relación con Dios no es de un asalariado que busca la paga, sino una relación “esponsal” con Dios. En el evangelio de hoy queda plasmado con el verbo “conocer” que se repite cuatro veces. Es un conocimiento que no se da con la cabeza, sino con el corazón, y que lleva a descubrir la intimidad del otro, lo que le da alegría, sus deseos y pensamientos, sus sueños. Así es el conocimiento de Dios, que produce la transformación en la versión más bella de nosotros mismos.
Qué bien nos hace, en el tiempo que estamos viviendo, pensar en esta belleza de la condición humana, que no está en el que tiene más, en el que piensa de tal manera, o en el que se impone a los otros, sino en el que ama y sirve a los demás.
“Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas”.
(San Juan 10, 11)