Hernán Valdés (1934) publicó
Zoom en México, en 1971, y pasó inadvertida entre nosotros. A ella deben agregarse otras obras, destacando
Tejas verdes, un atroz testimonio sobre el paso de este autor por ese campo de concentración; Apariciones y desapariciones, poemas; las novelas A partir del fin, La historia subyacente, Tango en el desierto,y el notable memorial Fantasmas literarios, recopilación de la vida intelectual e interpersonal de los principales escritores chilenos, desde fines de los 40, hasta bien entrados los 60.
Zoom es difícil de definir: parte novela, parte ensayo, parte un examen del panorama chileno de la época. Compuesta de 37 capítulos y un enjundioso epílogo de Enrique Lihn, nos llega ahora en una reedición definitiva, llamada
Zoom.Indagación de objetos perdidos. En las palabras iniciales, “Restauración de este libro”, Valdés nos cuenta cómo fue la gestación de este ejemplar y la trayectoria que sufrió antes de que contáramos con tal versión. Los lectores no leen los prólogos, pero este vale la pena pues es interesante por muchos motivos, el menor de los cuales no es la azarosa carrera de
Zoom.
Zoom es una ficción de esa época pretérita, en la que se formó Hernán Valdés: no tiene personajes propiamente tales, sino estados de ánimo, antecedentes políticos y una visión histórica de ese pasado que hoy parece lejano y que es brevísimo en términos cronológicos. Lo primero que asombra de esta narración es su excepcional vigencia; pese a ser uno de los textos más silenciados de la literatura chilena,
Zoom, ideada cuando el autor se hallaba en Checoeslovaquia, se anticipa audazmente al fin de ese régimen así como a la liquidación del proyecto comunista.
Sin perjuicio de lo ya dicho,
Zoom presenta dos figuras que sobresalen, en especial el poeta Teófilo Cid (1914-1964). Si en Chile existe alguien que merece el calificativo de poeta maldito, él es sin duda Teófilo Cid. Dotado de una cultura asombrosa y de carisma, Cid fue autodestructivo y terminó en una miseria peor que la de un vagabundo. Cid es hoy recordado por ese aspecto, que hizo de él, lo que conocemos, chocando con el provincianismo de la sociedad chilena. A pesar de que Valdés lo admiraba y sentía un incondicional afecto hacia este singular creador poético, su retrato de él en
Zoom es despiadado. Esto se nota de modo palpable en los capítulos “A mitad de la tarde” y “Las palabras ausentes”. En el último de ellos, a Valdés le resulta imposible obviar la decadencia de Cid: con qué andrajos se vestía, qué sueños tendría, cómo flotaba en el aire invernal, bañado por esa luz que venía desde abajo, con los brazos extendidos hacia los lados y la cara sonriente y distraída, recostado sobre sus propias trenzas. Cid se nos presenta cual espantajo, víctima de su decadencia, somnoliento, con partes del cuerpo insensibilizadas, apenas respirando, “tratando de reconocer en él algo que se relacionara consigo mismo o que testimoniara su presencia anterior en ese lugar y no encontró sino un paquete reventado en un rincón, del que salían ropas usadas, y en el velador quemado de cigarrillos el libro sin tapas de La Princesse de Cléves”. Cid se orinaba, defecaba, vomitaba, no dominaba las funciones corporales mínimas y empezó a secretar retenidos, olvidados ácidos, líquidos que irrumpieron, mojando el pantalón, chorreando las piernas y colmando los zapatos, para dirigirse a tientas por las tablas, en ramificaciones humeantes hacia la tierra. No obstante, Cid es recordado como una de las figuras más carismáticas y elusivas de nuestras letras.
El otro personaje es Héctor, quien, junto a Valdés, goza de la “beca” en uno de los paraísos socialistas, o sea, la Checoeslovaquia a la que nos referimos. Héctor está recién casado, si bien su matrimonio no funciona como es debido (su esposa, una chica decente y afable, de quien Héctor se aleja; un suegro metete, una suegra más entrometida, vale decir, el paradigma de los vínculos familiares chilenos). Participa en un sórdido affaire con un profesor maduro y su equívoca pareja, sale más desorientado de lo que llegó de esa experiencia, y en el futuro, parecería que sus condiciones no serán las más prósperas.
Zoom también debe leerse como un rico friso de una época, de un reducido, aun cuando influyente grupo de figuras que hasta el día de hoy han marcado nuestras letras y alguno de ellos son ya de lectura obligatoria en los colegios. La escritura de Valdés es difícil de describir: pasa sin transición de la primera a la tercera persona y de ahí da un salto a la segunda, de modo que no es lo que se dice un texto “fácil”. Sin embargo, la plasticidad del dominio idiomático, la expresividad, la facilidad para cambiar de registros, el uso de técnicas retóricas desconocidas hace cincuenta años, es simplemente pasmoso en un autor que apenas tenía 37 años en el momento de idear
Zoom.