Influido e impactado por las guerras civiles y revoluciones del siglo XVII en Inglaterra, Thomas Hobbes escribió una de las más elaboradas filosofías políticas sobre el Estado.
En apretada síntesis, para salir del estado de naturaleza (la guerra de todos contra todos, esa condición prepolítica en que los hombres viven sin gobierno civil), los hombres optan por la “sociedad civil” (base del contrato social). En un sentido más acotado, optan por el Leviatán, entendido como poder soberano, cuya principal misión es garantizar la seguridad (obediencia a cambio de protección).
Lo más cerca que Chile estuvo al estado de naturaleza fue la Guerra Civil de 1891. La despiadada lucha de poder entre Ejecutivo y Legislativo, entre gobierno y oposición, entre balmacedistas y antibalmacedistas, el odio político, el lenguaje agresivo y confrontacional entre bandos opuestos e irreconciliables, condujeron a una guerra fratricida con el resultado de miles de muertos. Súbitamente se puso fin a la paz liberal de 1860-1890, que había sucedido a la paz conservadora de 1830-1860.
Casi un siglo después, nuevamente las odiosidades y el desencuentro al interior de la élite política dirigente nos colocaron en un trance histórico, una vez más nos acercamos al estado de naturaleza, con la diferencia de que la cohesión entre las FF.AA. hizo que aquello deviniese en golpe de Estado y no en guerra civil. Todavía resuenan las palabras del cardenal Raúl Silva Henríquez pronunciadas en 1972-73: “matemos el odio antes que el dio mate a Chile”. Desgraciadamente, sus palabras fueron desoídas (al igual que las del entonces arzobispo de Santiago, Mariano Casanova, quien ofreció sus buenos oficios para evitar el conflicto que devino en el derramamiento de sangre de 1891).
El 18/10 volvimos a asomarnos al estado de naturaleza, con la violencia desatada en los días y semanas siguientes. A pesar de que (al menos hasta ahora) la vía institucional ha logrado imponerse a la vía insurreccional, no cesan las odiosidades, la política de trincheras, la descalificación a diestra y siniestra, la intransigencia, la agresividad, las funas y el bullying político, la demagogia, el populismo y el desencuentro de todos los días entre Ejecutivo y Legislativo, gobierno y oposición.
Y qué hablar de la violencia en La Araucanía —algunos hablan derechamente de “Estado fallido” en esa macrozona sur— y de la delincuencia de todos los días en la forma del narcotráfico y el crimen organizado, ante la ausencia y la impotencia del Estado en los territorios más afectados. ¿No es otra forma de hablar de estado de naturaleza?
En nuestros días, el estado de naturaleza no se presenta en la forma de guerra civil o golpe de Estado. Son mucho más sutiles las causas de “Cómo mueren las democracias”, el aclamado libro de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. Habría sido el deterioro del respeto mutuo y de la tolerancia y la autocontención (forbearence) de los actores lo que habría conducido a la erosión de la democracia estadounidense.
Se dirá que nada de estas cosas ocurren en Chile. Lo cierto es que la historia nos demuestra lo contrario, a veces con consecuencias trágicas. De los actores políticos —y de nadie más que de ellos— de gobierno y de oposición, del Ejecutivo y Legislativo, de los partidos y parlamentarios depende que encontremos las vías para conducir hacia la concordia nacional.
Es de esperar que a 130 años del estallido de la Guerra Civil aprendamos de las lecciones del pasado, nos alejemos del estado de naturaleza y se instalen verdaderos liderazgos políticos (en Chile hay muchos dirigentes, pero no se vislumbran liderazgos políticos) que permitan reencauzar las cosas por una senda virtuosa. Esto significa estar dispuestos a pagar costos por decisiones a veces impopulares, desafiar lo políticamente correcto, resistir las presiones de las redes sociales (con sus efectos tóxicos) y jugarse con visión por un puñado de convicciones. ¿Será mucho pedir?
Ignacio Walker