¿Qué queda del estallido que iba a transformar a Chile? Muy poco, casi nada. Las elecciones a constituyentes son muestra de hasta qué punto se ha vaciado el ansia de reforma. No solo el retraso electoral, no solo la conformación de los candidatos —mucha farándula, muchos representantes de la vieja política— muestran hasta qué punto el estallido ha sido engullido por las viejas costumbres. En este caso, el olvido es más grave, pues se mezcla con el desconcierto. Cuando se voten a candidatos constituyentes, se votará también por concejales, alcaldes y gobernadores.
Se ha desvanecido el aroma revolucionario de octubre, pero se ha perdido también el significado de qué significa hacer una Constitución. Su redacción demanda la atención de toda la sociedad, por lo que las necesidades de una alcaldía, de una región no pueden mezclarse con un proceso constituyente.
En 1978, a pesar de que en ese momento mi país, España, contaba con una tradición constitucional mucho más escasa y turbulenta que Chile, a nadie se le ocurrió que fuera razonable que las elecciones a cortes se mezclaran con las de concejal de Villadiego, alcalde de la Coruña o lehendakari del País Vasco.
Todos vemos un responsable obvio de la desaparición del espíritu de octubre: la crisis desatada por la pandemia. La pandemia lo borró. Con facilidad, transformó el espíritu revolucionario en su contrario. La calle que insultaba a carabineros con gritos y pintadas los reclamó, muy pocos meses después, para imponer cuarentenas y restricciones masivas de la libertad individual.
La rapidez con la que la pandemia anuló octubre obliga a hacernos una pregunta como sociedad: ¿Fue octubre un momento tan original y profundo en la historia de Chile o se trató solo de la muestra de una crisis que crece y se agiganta solo por la incompetencia inicial de las instituciones?
Existen muchos motivos para sospechar de octubre. En primer lugar, se trataría de la primera revolución de la historia que se marchó de vacaciones. Nuestros mejores comentaristas políticos advirtieron con la naturalidad que en Chile adquiere lo extravagante, de que habría que esperar a después del verano, a marzo de 2020, para comprobar las consecuencias verdaderamente revolucionarias del estallido. Nadie reparó en que las dos grandes revoluciones modernas —la norteamericana y la francesa— ocurrieron en verano. Las injusticias verdaderas, cuando toman el camino de la revolución, no esperan a que las temperaturas hayan bajado y refresque en la Alameda.
El carácter aparente de la revolución se refleja sobre todo en dos grandes malentendidos lingüísticos. Es sospechoso el himno “Chile despertó”. La popularidad del eslogan nos puede hacer olvidar lo raro que es. Se lo emplea de modo indiscriminadamente positivo, como si la vigilia supusiera una gran virtud, como si no fuera necesario estar despierto para cometer un crimen. Se lo repite como si un país dormido fuera lo mismo que un país esclavo. No es así: un dictador puede esclavizarnos, pero solo el dormilón es responsable de echarse una siesta demasiado larga, de 30 años según otro de los mensajes más cansinamente repetidos: “no son treinta pesos, son treinta años”. Es probable que un país que se alegre por despertarse vuelva a quedarse dormido antes de haberse renovado.
Uno de los pocos supervivientes del estallido es el cambio de nombre de la Plaza Baquedano: ahora de facto muchos la llaman Plaza Dignidad. Solo reclama dignidad quien es indigno. Si políticamente esta exigencia es exagerada, lingüísticamente es incomprensible. La dignidad se parece al sueño: yo soy el único responsable de dormir o de ser indigno. La dignidad es esa suprema cualidad moral que todas las personas tenemos en razón de nuestra humanidad. Puede haber un pobre digno, con dignidad se puede ir hasta el cadalso. La dignidad no depende de la situación económica: la tradición hispánica sabe muy bien que tan digno es Don Quijote como Sancho Panza. Tú eres siempre tu dignidad, aunque a veces no seas tu libertad (un hombre justo en prisión no es libre). Solo por este motivo, tiene sentido hablar de muerte digna como proyecto político. Un declive involuntario y radical de las fuerzas físicas puede impedir que nuestro cuerpo no esté a la altura de mi dignidad.
¿Qué queda entonces del estallido? Una nueva Constitución que se disuelve en elecciones municipales. Por supuesto, esta desaparición será el pretexto perfecto para una insatisfacción cada vez más ruidosa, continua, aunque quizá tan fácil de anularse como la de octubre de 2019, siempre que se cuente con una institucionalidad más cuerda, que acepte los cambios antes de que exploten.
Miguel Saralegui Ikerbasque Fellow y Profesor de la USS