Quizás uno de los malentendidos que más me costó superar de mi educación escolar fue suponer que los cambios históricos afectan únicamente al poder político estatal, al lenguaje, a la ciencia y tecnología y dimensiones más bien materiales de la convivencia humana. Paulatinamente, me fui enterando —gracias a la renovación de los estudios historiográficos— de la amplia y profunda historicidad de lo humano y, al revés, me sorprendí de aquello escaso y esencial que permanece, en qué medida y de qué modo. Nuestras emociones fundamentales, como el amor o el odio, incluso, también cambian y las mismas palabras mutantes apenas logran dotar de estabilidad a la subjetividad humana, nuestra definición más íntima, la cual, al igual que nuestras vestiduras, nuestras leyes y costumbres, nuestro conocimiento o la técnica, navega arrastrada por el torrente del tiempo.
Pienso en esto a menudo cuando observo nuestra actualidad política, porque percibo a los políticos actuando situados en el presente muy estrecho y carentes de una mayor conciencia histórica, no solo por la relativa ignorancia de nuestro pasado y de las experiencias y tradiciones a partir de las cuales estamos ensayando construir y estructurar la convivencia del hoy y del mañana, sino, sobre todo, por la ausencia de comprensión de esa historicidad ineludible en que nos movemos.
El sistema de seguridad social, así, se apoya en una singular cultura acerca del trabajo y el ahorro. El papel que le atribuimos al trabajo, la manera de entenderlo, el comportamiento que mantenemos frente al dinero, la importancia que le damos o no le damos al ahorro son componentes que poseen una dimensión histórica presente y actuante, que no puede ser alterada voluntariosamente por un individuo ni tampoco por un grupo de diputados y senadores por bienintencionados que estén.
El trabajo y el ahorro no son datos naturales, forman parte de nuestra cultura, una cultura mestiza, compleja, pero en la que parece predominar, en todos los estratos sociales, un sentido de la inmediatez, legítimo quizás, pero que es de un mínimo realismo tomar en cuenta a la hora de fijar políticas públicas. El ahorro obligatorio —que es fundamental en cualquier sistema que considere la seguridad social como un bien público— se enfrenta a una mentalidad individual, en la que prácticamente el ahorro y la previsión no tienen cabida, están fuera de “lo razonable”, del sentido común más vulgarmente concebido. Ni la lenidad gubernamental ni la pandemia ni el populismo son suficientes para comprender cómo todo el espectro político, casi gozosamente, ha consensuado en deshacer buena parte del ahorro previsto para satisfacer ese bien público. Literalmente, han estado a la altura de la historia.