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Editorial
Jueves 15 de abril de 2021
Impuesto mínimo global
La iniciativa supone la renuncia a la soberanía tributaria de los Estados y puede privar a los países de menor desarrollo de una herramienta para atraer inversiones.
El Presidente Joe Biden está impulsando una doble reforma tributaria para las utilidades de las empresas. Una es de alcance interno y eleva a 28% la tasa corporativa, desde el 21% hoy vigente, rebajado antes desde el 35% por Donald Trump. La segunda reforma es de categoría internacional, pues supone el acuerdo mundial para establecer una tasa mínima global del 21%, en todos los países, para las utilidades de las transnacionales. Esta última es apoyada por algunos Estados participantes en la OCDE y por reconocidos economistas. Otros, sin embargo, la cuestionan. Pretende aumentar la recaudación de impuestos de las multinacionales; dar coherencia al sistema tributario mundial; evitar la competencia tributaria desde naciones que ofrecen nulos o bajos tributos para atraer negocios de grandes transnacionales que aprovechan estos beneficios, vacíos y resquicios para eludir impuestos, creando filiales para registrar sus ganancias sin considerar el país de origen, atendiendo a la favorable tributación en otras jurisdicciones. Se atribuye especialmente esta práctica a las grandes empresas tecnológicas y a las de bienes intangibles, entre otras.
También a Biden le preocupa la significativa disminución del aporte de las grandes corporaciones al presupuesto nacional, la competencia entre países por reducir las tasas tributarias y la necesidad de recaudar fondos para sus planes de reactivación y de infraestructura, que han incrementado sustancialmente el déficit fiscal.
La iniciativa, no obstante sus propósitos de promover un emparejamiento de la cancha tributaria para combatir prácticas elusivas —algunas legítimas, aunque distorsionadoras—, supone la renuncia a la soberanía tributaria por parte de los Estados. También crea dependencia y genera desconfianza por su eventual beneficio para incentivar inversiones en países desarrollados que ofrecen más seguridades, mientras los de menor desarrollo, de mayor riesgo político y menores recursos, se verían privados de utilizar la tributación para atraer nuevos negocios, conservar los existentes y participar en servicios complementarios, nuevos emprendimientos y encadenamientos productivos.
Los críticos agregan las interferencias y dificultades de fiscalización resultantes, insistiendo en que las distorsiones surgen mayormente de sistemas tributarios anacrónicos, con múltiples exenciones, conocidos resquicios que no se cierran oportunamente y sin la debida fiscalización, todo de responsabilidad de las grandes economías que ahora abogan por el impuesto global.
Aunque la tasa mínima propuesta es inferior al promedio mundial, estimado en 24%, muchos impulsores la consideran elevada, preocupados de que más tarde sirva como precedente para extenderla desde las grandes compañías multinacionales a otras de mucho menor tamaño, agregando dudas sobre su eficacia recaudatoria y posibles efectos en la expansión de los negocios.
El debate es interesante y —con el apoyo de la secretaria del Tesoro, Janet Yellen; del Presidente Biden y de otros mandatarios europeos— parece cobrar fuerza la idea de imponer este tributo mínimo global, el que requeriría de la difícil renuncia a la soberanía tributaria y de la obtención de las respectivas aprobaciones parlamentarias en innumerables legislaturas extranjeras, además de la renegociación de los convenios de doble tributación. En nuestro caso, el convenio de doble tributación con los Estados Unidos, pendiente de aprobación por su Congreso, quedará postergado indefinidamente dependiendo de la suerte del tributo en discusión.
Chile, por contar con una tasa corporativa del 27%, muy superior a la tasa mínima, aparentemente no resultaría afectado, pero perdería independencia para fijar soberanamente su política tributaria y disponer libremente de facilidades para atraer nuevas inversiones.