Julio Salviat Wetzig es uno de mis dos más antiguos amigos. Desde los tiempos de la Escuela de Periodismo de la Pontificia. Y de eso hace mucho, mucho tiempo. Así es que lo conozco. Y me conoce. En casi 80 años de vida y casi 60 de amistad pasan muchas cosas. Tantas como que, además de ser amigos, somos colegas, compadres, coautores y hasta fuimos socios repartiendo aceitunas de Juan Bass por negocitos de la capital. Queríamos, aún siendo estudiantes, ganar dinero y no tener que depender de los ingresos de los periodistas, que eran escasos y muchas las tentaciones para mejorarlos. Duramos poco: el negocio no era lo nuestro. Además, con el tiempo el periodismo empezó a entregar rentas decentes.
Recordar en un libro tantas experiencias reunidas en tanto tiempo es una tarea inmensa. Requiere de mucha lucidez, de suficiente memoria y de capacidad para seleccionar momentos, acontecimientos y personajes de manera que los recuerdos no tengan que expresarse en miles y miles de páginas. Y que le interesen a la gente. El caso es que Julio se atrevió y recién ha publicado “Memorias de un Suertudo”.
Desde las primeras líneas, cercanas al diario de vida, Salviat cita todos los momentos en que sucedió algo que lo favoreció y lo fue guiando hacia un destino deseado con fervor desde su infancia agraria: el ejercicio del periodismo de deportes. Desde los apuntes numéricos del campeonato consignados en cuadernos escolares con base exclusivamente en las informaciones y relatos radiales, hasta la coautoría del primer libro chileno de fútbol con historia y números fiables, había mil pasos, y Julio los dio con alegría. Eso quería y eso hizo.
Ese libro (“De David a Chamaco”, la historia de Colo Colo en su cincuentenario), lo hizo con su amigo Edgardo. También con él compartió la mañana del 11 de septiembre del 73 en busca de provisiones y ver el regreso triste de miles de ciudadanos desde el centro hacia los barrios, vistió la misma camiseta de la UCEP (U. Católica Escuela de Periodismo) para enfrentar a los rivales de la misma Escuela de la U en el Pedagógico (alguna vez creo que ganamos), trabajar en la redacción de la revista Estadio hasta que terminara el toque de queda en noches a punta de café, para luego partir a las canchas o a la Biblioteca Nacional a buscar datos imposibles. Era un buen futbolista Julio en esa época: mediocampista armador con cerebro y técnica, más la astucia del buen jugador de brisca.
Hay páginas de estas memorias en la que Julio me instala con una frecuencia que a cualquiera le puede parecer exagerada. Pero es que así fue. Y no me pasó nada cuando lo visité estando mi amigo con tifus, porque la amistad es la mejor vacuna que existe. Y me reí cada vez que Antonino Vera, en alguno de los rituales almuerzos en “El Parrón”, comentaba que “a Julio sale más barato comprarle un traje que invitarlo a comer”. ¡Qué apetito! Pero nunca engordó, aunque de esa suerte no habla en su libro.
No ha sido un “hombre de radio”, pero hizo el programa “Tres a las dos” en la Nuevo Mundo, que estaba en la calle Estado, con Lobos y este servidor. Cuando Lobos se fue, hicimos “Dos a las dos”. O fue al revés, pero a quién le importa. No fue de televisión, pero hizo “Once Deportes”, con este servidor. Siempre nos han tenido por inseparables. Y es cierto, hasta hoy. Y seguramente lo seguirá siendo mañana en el asado en Curacaví o en Chorombo o en el almuerzo de periodistas en La Taberna.
No seguimos trabajando juntos después de Estadio, La Prensa, La Tarde y otros pasos. Julio ha seguido sumando viajes por el mundo, que es otro de sus sueños, y participando en varios medios periodísticos escritos, en papel y digitales. Hoy cumple varias temporadas como exitoso profesor universitario.
Es un oasis, en los días difíciles y oscuros que vivimos, escribir de un profesional serio y decente.