El peak se supera todos los días. El virus y sus variantes aniquilan los peores pronósticos. “Los equipos están fatigados”, contaba el médico intensivista Glenn Hernández, en The Clinic. “Lo que prima es el agobio. Estamos claros que nuestro deber es seguir, pero uno siente que este es un incendio, una tragedia que no amaina”.
Las fallas del Gobierno están fuera de duda. “Todos los equipos de salud tenemos mucha rabia”, agregó el intensivista. “Esta segunda crisis se pudo haber evitado. Los permisos de vacaciones; los viajes al extranjero, especialmente a Brasil, sabiendo el hervidero de nuevas variantes que hay allá… O sea, hubo muchas cosas que se pudieron hacer de otra manera. Yo soy médico. No soy político, pero aquí se hizo una apuesta que fracasó”.
Pero todos hemos sido cómplices de la “falsa sensación de seguridad” que denuncia Hernández. Prueba de ello son el abuso con los permisos, los falsos cambios de residencia, los encuentros y fiestas “entre conocidos”, la burla de la trazabilidad para no quedar marcados, las fingidas visitas al doctor, el permiso trucho para la ayuda doméstica, la extensión fraudulenta del permiso de vacaciones, las martingalas para recibir primero la vacuna aduciendo ser de riesgo o realizar trabajos esenciales, la mentira para introducirse en la lista de quienes califican para ayudas de emergencia.
Lo sé porque la he practicado: la trampa, la pequeña trampa.
Me ha tocado ver —no sé si soy el único— que los que despotrican más fervientemente contra la autoridad por haberse relajado y rendido ante el exitismo son, a la vez, los primeros y los más duchos a la hora de burlar las interdicciones e identificar y aprovechar los resquicios. Como si su indignación moral frente al poder público les diera una licencia y los inmunizara para desplegar una conducta privada libre de restricciones.
¿Sería todo distinto si el Gobierno lo hubiese hecho mejor? Parcialmente. Como señalara el médico psiquiatra Alejandro Koppmann, en La Tercera, las prohibiciones se desgastan y pierden eficacia porque las personas vamos reduciendo nuestra percepción de riesgo. Por lo mismo, no basta con elevar las sanciones para que ellas sean más respetadas. Si así fuera, la delincuencia estaría resuelta: bastaría con subir las penas. Lo mismo pasa con el mentado exitismo. Si el mensaje gubernamental fuera tan eficaz aún estaríamos durmiendo en el oasis y ningún estallido nos habría despertado. Si aquel se expandió —señala Koppmann— fue porque “la semilla de la vacunación cayó en un terreno fértil, que es el deseo que todos tenemos de que esto se acabe”.
Transferir la culpa a poderes abstractos y omnipotentes puede transformarse en un atajo para evadir nuestras propias responsabilidades. Somos adultos, y como tales no necesitamos una autoridad que nos persiga para hacer lo que tenemos que hacer ni una voz superior que nos recuerde machaconamente el infierno al que pueden conducir el candor y las ilusiones desbocadas.
“Cuando veo noticias de fiestas clandestinas, cuando manejo al trabajo en horario de toque de queda y veo gente en la calle como si nada, cuando veo que les importa nada sacarse la mascarilla delante de otras personas, me da mucha frustración, porque siento que el esfuerzo que hacemos todos no sirve de nada”. Las palabras de Natalia Troncoso, jefa de enfermería de la UCI del Hospital Metropolitano, calaron fuerte en la ceremonia del Día Internacional de la Salud. “De qué sirve que nos llamen héroes y que nos aplaudan, cuando ustedes y sus familias no se están cuidando. Francamente les digo gracias, pero no queremos sus aplausos”. Bastaría, le faltó agregar, que no hagan trampas y actúen como adultos.