No lo sabe el rector Ennio Vivaldi, ni los dos representantes de la universidad en el directorio. No lo saben —así lo han repetido— ni Rodrigo Goldberg ni Sergio Vargas. Lo saben, pero no lo quieren decir, Carlos Heller (que por no saberlo se opuso al primer intento de compra), Cristián Aubert, el actual presidente que llegó al cargo para facilitar el traspaso, y Mauricio Pinilla, quien confesó que conoce a los nuevos dueños pero que “está prohibido hablar”.
Las razones de tanto misterio pueden ser financieras. Los inversionistas siempre temen que se les frustre el negocio. Pero a dos semanas de producirse el cambio también abunda la sospecha. Cuando alguien compra una institución como la Universidad de Chile carga también con el peso de sus símbolos, de su historia, del prestigio, de la inmensa tradición, como dice el rector.
Desde su fundación, la U tuvo presidentes académicos. Partiendo por el exjugador e ingeniero Eduardo Simián. Por allí pasaron Eugenio Velasco y Juan Hamilton, Raúl Rettig, Antonio Losada y los dirigentes del Ballet Azul, tan ignorados por la historia: Agustín Litvak, César Martínez y Carlos Pilasi. Hasta que se decidió, en 1978, transformarla en Corporación (la recordada Corfuch) bajo el mando de Rolando Molina, quien traería tras de sí a Ambrosio Rodríguez. En esos años de dictadura se perdieron terrenos, se pudrieron estadios mecanos, se hicieron campañas truchas y se abrió la puerta a empresarios como Waldo Greene, que terminarían con la U en el ascenso.
Para sacar al cuadro del pantano se requirió, otra vez, de los académicos de prestigio. Llegó el abogado Mario Mosquera y luego el doctor René Orozco para llevarla de vuelta a los títulos. Pero vino la quiebra (con Lino Díaz en la presidencia) y Azul Azul, que recurrió a otro profesor titulado en sus aulas para iniciar la gestión: Federico Valdés levantó copas locales e internacionales y le dejó el lugar José Yuraszeck, un empresario formado en la U, ansioso de lavar imagen, pero que no pudo contener el ímpetu de Carlos Heller, un técnico agrícola de Inacap, quien, cansado de las amenazas y de los enredos deportivos y del soñado estadio, cedió la presidencia a José Luis Navarrete y Cristián Aubert (que tampoco pasaron por la U), como antesala a su salida del club que tanto soñó.
Como se ve, una historia fácil de rastrear, con sus luces y sus sombras. Una tradición que se extingue en un secretismo impropio, incluso para los negocios, pero que responde a la tendencia amparada por la pésima ley de las sociedades anónimas que no permite ni siquiera a la ANFP determinar quiénes son los propietarios de sus clubes afiliados. La legislación permitió que la transparencia no exista en el fútbol. Lo que es extraño, pero sobre todo sospechoso. Quienes compran un club quieren mostrarse, festejar, sentir el calor del éxito. Y deben, imagino, sufrir, desesperarse, llorar en el fracaso. O por lo menos explicar qué quieren hacer. Por lo pronto, Aubert “tranquilizó al rector” asegurando que el contrato está vigente, que Azul Azul lo ha cumplido y que “no se ha cometido infracción alguna”. Pero no dijo quién compró. Realmente tranquilizador.