Incuestionablemente, Selva Almada (1973) es la narradora argentina más representativa de su generación. Con un corpus contundente, realista y a la vez de repercusiones oníricas, confluyen en su obra los nombres de Borges, Onetti y sobre todo la huella del autor uruguayo Horacio Quiroga. Con justicia ha sido premiada y se encuentra traducida a las principales lenguas europeas. El estilo de Almada consiste en una notable fusión de localismos, arcaísmos, ello envuelto en una resolución sugestiva. Almada (que es oriunda de Entre Ríos) no requiere nada para mostrar a un hombre, una mujer, un grupo o una atmósfera.
No es un río concluye la trilogía iniciada con El viento que arrasa, seguida por Ladrilleros, y ha recibido calificativos como magistral y de rara sensibilidad. En ella se reinventa el imaginario rural de un país, la prosa fluye como un cauce y la potencia expresiva llega a niveles poco frecuentes: lo que parece fantástico, de súbito se torna hiperrealista y da paso a un ambiente de ensueño, como si los hechos descritos transcurrieran en otra dimensión, tal como ocurre en los relatos de sus predecesores. El lector de Selva Almada se conmueve por la musicalidad de las palabras que ella une, por el sonido que surge en sus voces y por el entorno, ora difuso, ora extraño, que surge tras la lectura. Su recurso fundamental es la repetición: los giros, las frases, hasta las sílabas o las partículas de vocablos se funden hasta alcanzar niveles de comunicación de acendrada intensidad. Así, las metáforas, imágenes y otros recursos, giran en torno a un acento casi bíblico de salmodias y cantos, formando un todo que es singular, diverso, armónico y, a la vez, sincopado y obsesivo, a la manera de algunos capítulos del Viejo Testamento.
En No es un río es habitual el empleo de oraciones como “la punta rosa que siempre parece cubierta de una piel recién nacida”; “tantas estrellas marean; la luna, fuerte todavía en el centro de la noche”; “unas ondas se forman en la superficie y eso es todo, vuelve allí de donde vino”; “Mariela mira el cielo, transparente como no será jamás el agua que las rodea”; “No se ve ni lo que habla ahí adentro”; o “Era y no era. De su estancia en ese pueblo del que no sabían ni el nombre no hablaba nunca” y otras semejantes que forman un conjuro verbal.
No es un río narra las peripecias de Enero Rey, el Negro y el Tilo, hijo de Eusebio, íntimo de los primeros y ya muerto, en una heroica jornada de pesca, en la que beben, hablan y se debaten con los fantasmas del pasado. Tal relato se contrapone con el hilo argumental de Siomara, peluquera rabiosa, resentida, envenenada, y sus hijas Mariela y Lucy, a quienes su madre considera prostitutas o, en el mejor de los casos, mera compañía. Ellas mueren en un accidente al promediar No es un río y Siomara es la única habitante del pueblo que parece no inmutarse. Profundamente misógino, el trío protagónico, más que abjurar de las mujeres, no concibe casarse ni tener hijos, pues ello significaría dejar de gozar de la compañía del otro. Más que crear personajes, Almada diseña figuras apenas reconocibles por el nombre y un par de rasgos físicos esenciales (el gordo, el pelado, el flaco, el viejo, etc.). Los diálogos no existen o se incorporan a la madeja que habita en lo profundo de sus almas, fuera de sus propias vidas, en una masa prosística compacta, densa, armónica, si bien en todo momento comprensible, potente, sugestiva, completamente clara, con ese sello distintivo de Almada, que es la oralidad transformada en materia escrita.
Así, No es un río es uno de esos excepcionales y cada vez más escasos libros que se publican dentro de nuestro universo idiomático: fresco, pujante, poderoso y, al mismo tiempo, caracterizado por las formas de decir, los modismos, los giros lugareños, la manifestación de lo que habita en lo más oculto del ser, en suma, el habla, el silencio, lo que se dice y, más importante que todo ello, lo que callamos. Mientras pescan, comen, toman hasta cansarse, con el semblante y la voluntad alterados por el licor y la somnolencia, Enero, el Negro y Tilo, el adolescente, entablan una larga, interminable, entrecortada conversación, que discurre como la corriente de un río (“Un resplandor que humedece los ojos. Y otra vez: no es un río, es este río. Ha pasado más tiempo con él que con nadie”), corriente que se multiplica entre todos quienes se quieren, vale decir, hijos, hermanos, parientes, allegados, amantes, ahijados, vecinos. En esta ficción se ligan lo humano, lo animal, lo vegetal de una manera natural y simbiótica, conformando un todo indivisible de sus partes y dando lugar a un texto breve, aun cuando de enervante, honda, por momentos electrizante y admirable espesura en la descripción, con muy pocos elementos, de la coexistencia en un pueblo, cuyo nombre nunca sabremos.