Pedro y Juan corren en dirección al Calvario, después de que María Magdalena les informa que el cuerpo de Jesús no está en el sepulcro.
Años después, Juan escribirá que “llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró” (Juan 20, 4-5). Esperó que llegara Pedro, que sí “entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte” (Juan 20, 6-7).
No han sido testigos directos de la resurrección —nadie lo fue—, pero se encuentran en el mismo lugar donde Jesús fue enterrado y su cuerpo efectivamente no está. Cuando escribe su evangelio, Juan recuerda que “vio y creyó” (Juan 20, 8). En ese momento es consciente de que “hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos” (Juan 20, 9).
Efectivamente, después de la resurrección se iluminan las escrituras y vemos que del Señor “dan testimonio todos los profetas” (Hechos 10, 43). Además, los judíos creían en la resurrección de los cuerpos, había sido revelado progresivamente por Dios a su Pueblo (cfr. Catecismo nº 993).
A esta convicción, Jesús aporta una novedad revolucionaria cuando afirma: “Yo soy la resurrección y la vida” (Juan 11, 25). La resurrección cristiana es Él mismo: “Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él” (Colosenses 3, 4).
Para Pedro, Juan y para mí, dos mil años después, ¿qué significa “cuando aparezca Cristo”? Es el triunfo del Señor en nuestra vida o que Él sea nuestra vida.
Pedro y Juan nos dirían que su vida fue “gloriosa” gracias a esas sucesivas resurrecciones, anticipos todas ellas de la definitiva, cuando estemos “juntamente con Él” por toda la eternidad.
San Pablo nos recuerda que resucitaremos con Cristo, “si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya” (Romanos 6, 5). En otras palabras, para resucitar de verdad, hay que morir de verdad: “Porque quien ha muerto, ha muerto al pecado de una vez para siempre” (Romanos 6, 10).
Las sucesivas conversiones “que hacen” nuestra vida cristiana son auténticas resurrecciones, como la del hijo prodigo: “Ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida” (Juan 15, 32).
¿Y qué papel juego yo en estas sucesivas conversiones o resurrecciones? Mi tarea —la de todos— es morir al pecado, porque es lo único que deforma el rostro de Cristo en mi vida: morir a mi amor propio, mi comodidad, la sensualidad, el egoísmo, la avaricia, etc. a todo aquello que no es de Cristo y que me impide parecerme a él.
Estas decisiones que tomo —ayudado por la gracia— manifiestan mi libertad y responsabilidad. No soy solo parte, sino protagonista de la única resurrección que vale la pena: “¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: “Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación (Juan 5, 29; Dn. 12, 2)”, (Catecismo nº 998).
Gracias a Dios, esto no es automático y entonces puede ser que hoy —si no hecho nada— yo no resucite. Hoy Jesucristo resucita con todos aquellos que aprovecharon la Cuaresma y tomaron decisiones —pequeñas o grandes— de morir al pecado. Hábitos o actos que desdecían de nuestra vocación cristiana y que eran incompatibles con la vida de Jesucristo.
Quienes vemos con dolor que seguimos retrasando esa determinación, o no cortamos con esa esclavitud que desfigura el rostro del Señor en nuestra vida, este puede ser el día del Señor. “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él” (Romanos 6, 8).
“El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: ‘Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto'”.
(Juan 20,1-2)