Es difícil escribir en estas circunstancias porque lo escrito en momentos así parece ir perdiendo sentido a medida que es escrito. Se convierte inmediatamente en un cascarón, en algo huero, como si existiese un substrato invisible de la escritura que ha comenzado a fallar, que tiembla, se retira, deja de aglutinar los pequeños signos que disponemos sobre una superficie para intentar expresar un pensamiento. Se me vienen, entonces, a la memoria, esos versos enormes del Eclesiastés que sentencian (porque hablan con una autoridad poco común) acerca de que todo tiene su hora y su “tiempo” y que hay tiempos para callar y tiempos para hablar. Ubiqué el texto bíblico —es el capítulo 3— y lo leí completo. También tuve que intentar la lectura varias veces porque se hace más difícil leer en medio de una circunstancia que sentimos se tambalea y se derrumba poderosamente y también porque cada verso dirigía el pensamiento no hacía sí mismo, sino hacia las circunstancias de las cuales quería hallar refugio. Lo repasé una y otra vez y lo admiré por su belleza y por la fuerza de lo que está escrito, y me quedé pensando en el misterio de estas palabras que, al contrario de las propias, parecen inconmovibles en medio de la tempestad.
El mensaje del autor es bastante claro: no podemos cambiar las circunstancias, sino que lo que corresponde es preguntarse por cuál es la conducta correcta, la actitud y comportamientos adecuados a esas circunstancias y actuar. A eso lo llama “obra”. Ninguna obra es buena o mala en sí misma, sino que es perentorio ponerla en la perspectiva de los tiempos que se viven. El mensaje envuelve, en consecuencia, una suerte de imperativo moral: debes obrar según como sean los tiempos.
Me doy cuenta ahora —lo mismo que usted, estimado lector— que “tiempos” y “circunstancias” no son enteramente equivalentes. Los “tiempos”, para el autor de este texto maravilloso, son circunstancias especialmente cargadas, densas, con una tonalidad muy fuerte, tanto que en todo el capítulo este sabio los divide en dos polos, en dos extremos: tiempos de destruir, tiempos de edificar; tiempos de nacer y tiempos de morir; tiempos de llorar y de reír; tiempos de lamentar y tiempos de bailar; tiempos de esparcir piedras y tiempos de juntar; tiempos de amar y tiempos de aborrecer; tiempos de matar y tiempos de curar; tiempos de guerra y tiempos de paz. Mientras en las circunstancias normales estas “obras” se mezclan y la vida es mezcla, estos tiempos reclaman una actitud única, límpida, clara, que esté despojada de ambigüedad, de titubeo. Estamos, sin duda, en ese tipo de circunstancias y, por consiguiente, urge, en el plano individual y comunitario, obrar con esa claridad y decisión.