Durante años, la peor acusación que podía recaer sobre un entrenador era el vínculo con su empresario. Al asumir su cargo solicitaba jugadores que pertenecían al corral de su representante, lo que de inmediato comprometía su suerte con la cantidad de futbolistas que dejaba amarrado a la institución.
Hubo dirigentes, en la época del mecenazgo, que elegían a sus propios refuerzos con una lógica incontestable: la plata era de ellos y la invertían como querían. Pero siempre esa gestión estaba asociada a un determinado técnico. Mucho tiempo después, todo dependía del peso que ganaba el entrenador con sus resultados. Azul Azul no quiso contratarle un volante central a Sampaoli porque confiaban en Marcelo Díaz, por ejemplo. Pero no pudieron frenar la contratación del ecuatoriano Eduardo Morante —el jugador más caro en la historia del fútbol chileno— cuando el estratega ya se había consagrado.
El surgimiento de las sociedades anónimas significó la llegada de muchos representantes de jugadores a los clubes. Y aunque es extremadamente difícil determinar quiénes son los verdaderos propietarios, hay un signo muy evidente para reconocerlos: las contrataciones son siempre del mismo corral y el técnico elegido debe asumir que no tendrá injerencia alguna en la conformación del plantel. De hecho, muchos entrenadores están subordinados a los mismos representantes, lo que les permite saltar de club en club sin importar demasiado sus rendimientos.
En el negocio de vender y comprar, los directores técnicos se han convertido en fusibles. Y por eso tantos cambios. “Tener responsabilidad” en el rendimiento —como dijo Quinteros esta semana— ya no pasa por la elección de sus jugadores, porque eso quedó en manos de los dirigentes, que ya no sólo han asumido para sí la vinculación con los empresarios, sino que, en muchos casos, son los dueños de los jugadores.
“Los planteles los conforman las instituciones”, dicen, desde el éxito, clubes como Universidad Católica, donde se percibe el desfile por las bancas como una saludable señal de la política de su gerencia técnica. Gustavo Poyet, como sus antecesores, no tuvo injerencia en ninguna contratación. Lo que ha sobrado para el medio local, pero sirve siempre como justificativo para el fracaso continental, donde el argumento siempre es el mismo: “No teníamos un plantel a la altura”.
La rebelón de Dudamel y la protesta de Quinteros pueden considerarse los últimos estertores de una realidad que cambió. Podrá argumentarse que en ambos casos los entrenadores pidieron algo inalcanzable para las arcas institucionales, pero también supone un reclamo ante lo que les han contratado, sin que nadie se haga responsable. Es un cambio grande, perceptible e importante, donde hay algo que está claro: los entrenadores trabajarán, cada vez más, con materia prima que no pidieron. Y que, por ende, el ideario será cada vez más difuso. ¿Cómo podrán tocar su melodía si los interpretes sirven para otra cosa?