Con el Domingo de Ramos y de la Pasión del Señor entramos de lleno en la celebración de Semana Santa, que tiene su centro en el Triduo Pascual y su culminación en la Vigilia Pascual, donde se canta la resurrección del Señor.
Este año nos introducimos en estas fiestas de una forma distinta, pues la pandemia nos obliga a colaborar con el cuidado de los demás a través del propio cuidado. Y eso trae restricciones. La Corte Suprema ha sancionado un recurso reconociendo la libertad de culto como un derecho fundamental, cosa que valoramos muchísimo. Pero esto no nos libera de cumplir las restricciones propias del momento. Las celebraciones se harán, pero la participación en ellas será distinta.
Es entendible que muchos quieran estar presentes en las celebraciones de estos días, pues la liturgia cristiana es esencialmente comunitaria. Es la Iglesia en su conjunto quien eleva su oración por Cristo a Dios Padre. Y esto es esencial a la vida cristiana, como también lo es la caridad.
Hemos descubierto que la transmisión de las celebraciones por redes o internet no reemplaza la presencialidad física en ellas, pero también que, pese a sus limitaciones, cuando no podemos reunirnos, nos permite ser parte de una nueva comunidad virtual, que abarca una forma y unos límites distintos a los acostumbrados.
Para muchos ha sido una ayuda significativa en medio del aislamiento. Otros han vuelto a la eucaristía, incluso diaria, a través de esta comunidad virtual. Pero también ha sido muy triste para aquellas comunidades que no han podido funcionar de forma virtual, donde se ha perdido esa experiencia común de la fe.
Es verdad que en las celebraciones virtuales pierde fuerza la comunión física de la misa, pero adquiere importancia la Palabra de Dios, que fue, por lo demás, teológicamente una de las propuestas de la renovación litúrgica del Vaticano II, que quiso fortalecer la liturgia de la palabra.
Precisamente, la liturgia de la palabra de este domingo es especial, pues se proclaman dos evangelios. En el primero —la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén— lo aclaman como un rey y van delante de él. No han comprendido quién es Jesús. Se desilusionarán, y a los pocos días lo crucificarán. No han entendido que su poder no está en la fuerza, como lo sería el entrar en un caballo de guerra, sino en el servicio, reflejado en el burro de carga. Hay quienes esperan que el Señor cumpla con sus propios sueños, pero la fuerza de su propuesta está en ponerse al servicio de los demás. No se trata de que el Señor cambie, sino de que nosotros cambiemos. Por eso el Señor nos invita a ser discípulos, que vayamos detrás de Él y lo acompañemos.
Es entonces cuando entra el segundo evangelio: la Pasión del Señor. Si la entrada en Jerusalén nos muestra la glorificación al modo humano, la cruz nos muestra la glorificación al modo divino. Pues Dios es solo amor y su gloria está en la manifestación de ese amor. No hay manifestación más grande del amor de Dios que Cristo en la cruz, donde lo entrega todo por nosotros. Por eso la cruz es tan importante: nos manifiesta el extremo del amor de Dios por nosotros.
Cristo va camino a la cruz, y nosotros, queremos ir con él. Esto significa que queremos amar como Él ama, queremos poner toda nuestra vida al servicio de los demás como Él lo hizo. Cristo no es solo un gran maestro con un mensaje fuerte y actual, sino que nos señala el camino con su propio ejemplo: muriendo en la cruz nos muestra cómo debemos amar. Desde la cruz derrama su Espíritu sobre nosotros para que podamos vivir como hombres y mujeres nuevos. La cruz se convierte así en la plenitud de la manifestación de Dios, que es amor, y también la plenitud de la manifestación de lo que es verdaderamente humano, pues será el donar la vida lo que termina sacando la mejor versión de nosotros mismos.
Seguir estos días la liturgia virtualmente requiere esfuerzo y determinación. No se trata solo de encender el televisor o conectarse. Se trata de ser parte de la celebración. Y para esto hay muchas cosas que ayudan: darse el tiempo, generar un espacio de recogimiento, poner un pequeño altar familiar, seguir los movimientos litúrgicos, responder a las oraciones… Cada uno verá cómo hacerlo para estar, no como espectadores, sino siendo parte de esta comunidad unida espiritualmente.
Más que nada ayuda la disposición con que nos acercamos a estas celebraciones. Algunos se aproximan a ellas enojados, frustrados o cansados por lo que estamos viviendo; otros lo hacen con esperanza y agradecidos, pues traen sus intenciones y saben que rezamos juntos por ellas. También hay quienes se gozan de la Palabra y de esa comunión espiritual que se vive. Es verdad que hay cosas que no están, pero hay muchas que sí se dan, y hay que tomar la decisión de vivirlas y aprovecharlas hoy.
Nos encantaría que las celebraciones fueran de otra forma, pero el no poder juntarnos no nos quita la posibilidad de entrar en estas fiestas, celebrar la pasión, muerte y resurrección del Señor y hacer de esta Semana Santa un tiempo especial de conversión.
“Realmente este hombre era Hijo de Dios”.(Mc. 15,39)