“Ha sido un mal día para Esteban y su detector de metales. No hay monedas, ni relojes, ni cortaúñas. No hay nada. A veces piensa que las historias de Rolex perdidos en la playa, las lapiceras de oro y las bolsas llenas de monedas son inventos de otros buscadores para justificar andar paseándose con un palito que hace bip. Lo único que encontró fueron las tapas de unas botellas de Escudo que dejó una pareja de metaleros que se alejó caminando hacia el muelle. Si al menos se les hubiese caído una tacha de sus chaquetas de jeans...”.
Este pasaje se encuentra hacia el final de
Detector de metales, primera novela de Carmen Duarte (1980). Con una destacada carrera como especialista en música, en concreto rock, ha colaborado en diferentes medios, iniciándose en la mítica Zona de Contacto, separata de “El Mercurio” que congregó a jóvenes profesionales de todo tipo: periodistas, intelectuales, artistas, muchachos ávidos por difundir lo que era nuevo, rupturista y es hoy el pan nuestro de cada día. Duarte ha participado en otras publicaciones convencionales y en la actualidad es columnista de un sitio virtual de música. Vale la pena destacar que muchos de estos niños que afilaban sus plumas o sus díscolas voces en el mundo del heavy metal o el punk son ahora figuras del establishment.
El segmento de
Detector de metales que transcribimos pertenece a una de las escasísimas secciones de la novela compuestas en tercera persona: un recolector de basuras en las playas de Viña del Mar que efectivamente extrae todos los objetos que pudiesen poseer algún valor en efectivo por más ínfimo que sea. Nunca sabremos nada de su existencia ni siquiera su nombre. Y su participación en el desarrollo de la historia tiene lugar en apenas un par de capítulos.
Quienes protagonizan el relato y hablan desde el yo son Mónica y Ramón, dos adolescentes cuyas dichas o penurias transcurren en el primer decenio del siglo, aunque la acción se remonta a las generaciones de sus padres y abuelos. Narrar desde distintos puntos de vista conlleva riesgos, incluso peligros, porque el lector se enfrenta a un texto que, fácilmente, puede caer en la monotonía, la escritura monocorde o, lisa y llanamente, la confusión: a ratos, y en ocasiones en la totalidad de las tramas así compuestas, uno no sabe quién es quién y, por consiguiente, tampoco entiende qué es lo que está sucediendo. Por lo general, Duarte sortea estos escollos, si bien, a veces, la multiplicidad de puntos de vista puede jugarle malas pasadas, pues el universo de ambos hablantes nos remite, inevitablemente, a muchas otras personas, que son la parte y el todo de la construcción narrativa. Aun así,
Detector de metales, para ser una ficción inaugural, pasa bastante bien la prueba y podemos concluir que se trata de una obra lograda.
Ramón sufrió un accidente a los seis años, que lo dejó severamente incapacitado, en tratamiento de rehabilitación a lo largo de un año y con una pérdida total del sentido olfativo, más otras consecuencias perniciosas, prolijamente descritas a lo largo de una crónica escueta, básica, usualmente esencial. Sin embargo, es un genio de las matemáticas, estudia en la Universidad Santa María —que, a la pasada, es materia del ridículo y hecha trizas por Ramón—, y, si no fuera por su descreída forma de pensar, podría considerarse un científico talentoso. Como sea, estos y otros detalles son anécdotas muy menores que, como ya lo sugerimos y se verá, giran en torno a lo que fue una subcultura y es ahora una industria multimillonaria, salvo para los escépticos recalcitrantes, como es el caso de nuestro héroe. Un aspecto fundamental en el desenvolvimiento de este personaje reside en el lado paterno de su genealogía, compuesta por suecos. Ello, o sea poseer un físico nórdico, de pelo rubio, en lugar de favorecer a Ramón, o, mejor dicho, desde su perspectiva, es un elemento denigratorio, una manera de racismo al revés y lo más suave que le dicen o el modo como él mismo se autocalifica, es el “rucio cara de pichí”. Y el otro tema crucial del libro, por cierto que minuciosamente elaborado, es la sexualidad del chico, tal vez producto de la absoluta carencia de olfato: la gente le causa asco, hasta le repugna y el mero saludo de beso le revuelve el estómago, con la sola exclusión de Mónica quien, obviamente, es una figura crucial en
Detector de metales.
Decir que Mónica proviene de una familia disfuncional es decir la nada misma, en particular los miembros femeninos de ella. Su madre, a quien Mónica aborrece y no se cansa un momento de manifestarlo, es de una promiscuidad que, inclusive para los estándares del momento, resulta repelente, pues en la cotidianidad de la niña, criada sin padre —que muere tras un horrible cáncer—, quien en todas las culturas es el cimiento de la sociedad, la madre, en nada se diferencia de una prostituta para su hija, con las evidentes secuelas para la chiquilla. Así, la heroína de la trama tiene sobrados motivos para ser como es, alguien no solo fuera de lo común, sino un espécimen humano que otorga a
Detector de metales un rasgo que pocas narraciones actuales presentan y que es consustancial al laberinto emotivo del volumen: un nihilismo tan profundo, tan acendrado, tan sin vuelta atrás, que, si no fuera por el lenguaje, coloquial, chileno, con vocablos y modismos en ocasiones para iniciados y un chascarreo divertido, sería intolerable. En este sentido, vale decir, en el insondable escepticismo de los protagonistas y sus relaciones, al menos en nuestro ámbito, escasos títulos pueden competir con
Detector de metales.