Imposibilidad de verlo todo, o de por lo menos, ver lo que a uno le interesa o le intriga en un momento dado. Eso, que parece una de las maldiciones de la cinefilia, rápidamente puede ser identificada como una de sus virtudes. La sensación de tener un continente por descubrir, en secciones o al completo, a solo un play de distancia. También, la impresión de que esa obra quedará inexplorada por largo tiempo, hasta que suceda algo que rompa esa modorra.
Y es lo que acaba de pasarme con el recién fallecido Bertrand Tavernier, de quien vi una que otra película a lo largo de los años y con quien me reencontré hace un par, tras revisar su magnífico “Viaje a través del cine francés” (2016), acaso el mejor documental cinematográfico de la década pasada y cuyas tres horas de duración en sala se extendieron a siete cuando por fin llegó a la televisión europea. Noqueado por la vastedad, la sutileza y la ambigüedad de su mirada, hice entonces la nota mental de ponerme al día, pero pasó el tiempo y aquí estoy otra vez, en la orilla de esa playa, divisando la obra aún desconocida, tan cerca y tan lejos.
Lo que no me resulta para nada ajeno es su faceta de espectador apasionado, manifestada de múltiples formas durante más de siete décadas: nacido en el 41, sus primeros recuerdos fílmicos fueron los del Lyon de la liberación y con ella la subsecuente avalancha de todas las películas estadounidenses que la guerra había mantenido lejos. Western, melodrama, musicales, film noir. Nunca consiguió recuperarse totalmente del hechizo que le provocó la diversidad y energía del dinámico cinéma américain y, aunque eso le produjo una inevitable afinidad con las preferencias de los directores de la Nueva Ola (al menos diez años mayores que él), crecer en la década del 50 implicó para el joven cinéfilo profesar una religión que a ojos de sus futuros colegas era poco menos que anatema: su amor incondicional por el cine francés de posguerra. Esa colina donde Truffaut, Godard, Rohmer, Chabrol y Rivette plantaron su bandera contra lo que denominaron el “cine de papá” (películas producidas dentro de estudios y dominadas por productores y guionistas de larga carrera en el espectáculo), es un lugar que Tavernier nunca compartió. Para él, las películas de Clouzot, Autant-Lara, Duvivier, Cayatte, Clement y otros denostados por François, Jean-Luc y compañía, podían ser tan libres e iguales como las de los intocables Vigo, Renoir y Cocteau. No era asunto de ver un filme, juzgarlo, absolverlo o condenarlo. Lo esencial era tener claro desde dónde observar.
Quizás ahí radica la variedad de sus intereses y ocupaciones a lo largo de los años: no solo dirigió más de una treintena de películas, ganando el César dos veces —por “Que la fiesta comience” (1975) y la estupenda “Capitán Conan” (1996)—, sino que fue el único crítico que llegó a escribir simultáneamente para las revistas Cahiers du cinéma y Positif, eternas enemigas; usó sus conocimientos enciclopédicos para coescribir junto a Jean-Pierre Coursodon un imprescindible diccionario de cineastas americanos, que partió revisando un lapso de 30 años y fue creciendo paulatinamente hasta abarcar un siglo (el libro saldrá a fines de año); de la mano de su amigo Pierre Rissient se convirtió en porfiado publicista y distribuidor de películas huérfanas; temprano reconoció el talento del Eastwood director y fue instrumental en abrir puertas a un joven Tarantino; tampoco extraña que haya dedicado sus últimos años a presidir el Institut Lumière, capitaneando una compleja restauración en 4K de las pioneras obras de los hermanos Louis y Auguste, coterráneos de Lyon tan inquietos como él.
Al contrario de lo que le ocurrió a Truffaut y Godard, cuya pluma crítica fue extinguiéndose en la medida que dedicaban más y más energía a sus películas, Tavernier nunca dejó de escribir en revistas de cine. No le aproblemaba para nada atravesar, en una u otra dirección, la invisible frontera que separa al crítico del cineasta; sobre todo de cara a su tema favorito, la conservación de la memoria fílmica. Ese es el tema de fondo del que tal vez fue su libro más querido, “Amis américains” (2008): mil páginas de entrevistas a directores estadounidenses, con casi cinco kilos de peso, un formato que solo permite hojearlo sobre una mesa, y cuya pasional prosa justifica con creces la descomunal presentación. Masivo homenaje a la cinematografía que desde su infancia lo invadió a torrentes y que, tal como explica a Thierry Fremaux en el extenso prólogo, le hizo consciente de algo que bien podría funcionar como su propio epitafio: “el amor al cine me permitió encontrar un espacio en la existencia”.