La historia constitucional de Occidente nos dice que las constituciones son mecanismos de control del poder de las mayorías para asegurar los derechos de los individuos y de los grupos minoritarios, garantizar esferas de autonomía personal no sometidas a la soberanía popular (por mayoritariamente que ella se haya expresado), en orden a asegurar el mayor grado de libertad compatible con la vida en sociedad.
Para cumplir con este objetivo, las cartas fundamentales establecen una serie de derechos personales, normalmente calificados como derechos “negativos de abstención”, que exigen que el poder político simplemente se abstenga de intervenir en campos como el derecho a la vida, la igualdad ante la ley, el debido proceso, la privacidad, la inviolabilidad de las comunicaciones y del hogar, las libertades de conciencia, reunión, religión, pensamiento, opinión y expresión, la libertad de enseñanza y todos los otros clásicos derechos individuales que pueden ser reclamados al Estado.
Actualmente, se discute la incorporación de otro conjunto de derechos sociales y económicos, que incluyen vivienda, trabajo, alimentación, salud y educación, entre otros. Hay quienes creen que ellos, de igual modo, serían exigibles al Estado, aunque generalmente, allí donde se establecen, quedan restringidos a declaraciones de buenas intenciones, aspiraciones o simplemente expresiones retóricas.
Esta nueva generación de derechos son de una naturaleza muy distinta a los derechos civiles y políticos, porque no pueden ser absolutos ni universales, pues son contingentes a las posibilidades materiales de cada país; son difíciles de definir y, si bien constituyen aspiraciones loables del mundo civilizado, su definición y alcances —que no pueden ser estáticos— deben quedar librados a la deliberación democrática y a las políticas públicas.
Es cierto que garantizar cualquiera de los derechos tiene un precio, pero los que son económicos y sociales tienen un costo sustantivo mucho mayor, el cual es ilimitado en la medida en que las necesidades y expectativas también lo son y que, en general, se incrementan exponencialmente, pero en un contexto de recursos limitados.
Los derechos se devalúan si son ineficaces y se limitan a ser conceptos abstractos, porque para ser tales debe existir la posibilidad cierta de que se puedan hacer prevalecer e implican un compromiso entre el Estado y el ciudadano que debe cumplirse, pues un derecho que no puede ser aplicado deja de tener sentido.
Frente a este dilema los partidarios de un Estado social de derechos argumentan que esto se resuelve si ellos pueden ser reclamados al Poder Judicial. El problema es que las repercusiones que esto tiene para la democracia son vastas y muy negativas. Desde luego, porque sustraen de la deliberación política cuestiones que son de su esencia que deben ser zanjadas en una negociación política; privan al Poder Legislativo de su función principal, que es aprobar las cargas tributarias y el presupuesto nacional a través del cual se establecen las prioridades de cada gobierno; y entregan a autoridades judiciales, que no son generadas por la soberanía popular, atribuciones que difícilmente pueden ejercer.