Nuestro sistema electoral proporcional ha ganado mala fama. Hoy es casi un cliché criticar a los parlamentarios con votaciones de 1% y a menudo se culpa al nuevo sistema electoral de nuestra crisis política.
Es cierto que el sistema político está más fragmentado, lo que tiende a ocurrir bajo sistemas más proporcionales. La fragmentación dificulta la gobernabilidad, más aún en un régimen presidencial y con un gobierno que carece de mayoría en ambas cámaras (aunque desde 1990 solo Bachelet II tuvo doble mayoría). El Congreso hoy está más fragmentado a nivel de pactos, por la incorporación del Frente Amplio. Pero es ingenuo creer que la fuerza de esta coalición nace exclusivamente del sistema electoral. La fragmentación del Congreso a nivel de partidos aumentó también tras el cambio de sistema, aunque esta tendencia venía de antes (Cox y González, 2017). Como sea, no podemos obviar que esta fragmentación se da junto a un brutal desprestigio de los partidos.
Los parlamentarios con votación de 1% no fueron electos al azar, sino porque otro candidato que, al menos en teoría, representa ideas similares obtuvo una votación muy amplia. Si uno cree que los partidos o los pactos tienen algún sentido, es razonable que los votos que alguien obtiene por encima de los necesarios para ser electo puedan traspasarse a un correligionario y no se pierdan. De hecho, en muchos países, no se vota por personas, sino derechamente por listas, como en España, Sudáfrica o Uruguay. En otros, los ciudadanos tienen dos votos, uno por un candidato y otro por un partido, como en Alemania o Nueva Zelandia.
En un sistema proporcional, donde se eligen varios candidatos por distrito y se permiten traspasos de votos al interior de las listas, el Congreso resultante refleja más proporcionalmente, o sea, mejor, la diversidad que existe en el país. Los partidos pequeños o con posturas locales o particulares pueden acceder a escaños. Ello es positivo porque es importante que la mayor parte de la ciudadanía se vea representada en el Congreso y es mejor que las demandas se procesen políticamente ahí, antes que en las calles. Los sistemas proporcionales, además, facilitan que la discusión política se articule en torno a más de un eje —por ejemplo, posiciones económicas y valóricas— sin forzar que ellos se fundan en uno solo, limitando el debate.
La fragmentación excesiva es un problema para la conducción política (así como la concentración excesiva lo es para la representación). Y, sin duda, el sistema electoral y el régimen político deben conversar mejor. Pero no debemos olvidarnos de la proporcionalidad. Las perillas son varias: además de la definición del régimen político, podemos aumentar los requisitos para ser partido, eliminar los subpactos o exigir un mínimo de votos para ser electo; podemos también pensar en que una parte del Congreso sea proporcional y la otra mayoritaria, como en los sistemas mixtos. Es urgente buscar más gobernabilidad y hay diversas formas de hacerlo. Pero no vaya a ser que por vestir a ese santo, desvistamos al de la representatividad: ella está en el corazón de la legitimidad de la política, que es tal vez el mayor desafío de este momento.