¿Cuál es el discurso que prevalece en nuestra sociedad en torno a la violencia con fines políticos y al terrorismo? ¿Cuál es nuestra convicción democrática al efecto? Mucho escuchamos sobre condenas transversales y la necesidad de convivir en paz y de solucionar nuestros conflictos pacíficamente a través de los medios de los que se vale la democracia. Pero ¿cuán grande es la brecha entre esas declaraciones y las acciones que efectivamente las respaldan?
De un tiempo a esta parte, hemos sido testigos de cómo los hechos de violencia con fines políticos y los atentados terroristas se interpretan o reinterpretan para instalar un significado sobre ellos distinto en la opinión pública. Esta narrativa que se crea con esa intención comienza a esparcirse, primero, entre los pequeños grupos de correligionarios del nuevo significado. Pero todos sabemos que eso no es suficiente para reescribir la historia. Para resignificarla, el mensaje debe masificarse y hacerse de manera inteligente para permear en la opinión pública y lograr generar el cambio de sentido que sus promotores persiguen. Los correligionarios entonces no bastan. Se requieren redes de apoyo para que el relato sobreviva, se instale y se mantenga activo. Se necesitan intermediarios estratégicos que además sirvan de filtro matizante ante el público en general. Entonces la prensa, la radio, la televisión y hoy las redes sociales se convierten en la única vía. Como dan cuenta diversas investigaciones que por razones de espacio no cito en esta columna, así operaron la ETA y el IRA, quienes viendo a los medios como un enemigo supieron también utilizarlos como estratégicos cooperadores para esparcir su propaganda.
Por cierto, conseguir a esos intermediarios requiere de una acción inteligente y sutil. Se recurre así a otras fórmulas, incluso románticas, épicas o enormemente emotivas para transmitir el mensaje, y se apela a la liberación, la justicia, al pueblo, la ética, las causas justas, la desigualdad, la lucha, etc. Entonces, bajo esos apelativos, atractivos y convocadores, aparecen estamentos de la sociedad que, ingenua o deliberadamente, compran el producto y dan el “auspicio”. Entre ellos los hay políticos, congresistas, rostros, influencers, personajes extremadamente atractivos —hasta lúdicos, y para qué decir sensacionalistas y preocupantemente livianos, pero entretenidos—, que sabiendo o al menos debiendo saber lo que hacen, comienzan a facilitar el camino del todo vale, el de todas las formas de lucha. Entonces comienza a reescribirse la historia, y el nuevo significado se masifica.
¿Cuánta ayuda (deliberada o ingenua) están recibiendo en Chile estos grupos para llevar a cabo la propaganda que buscan instalar? ¿Cuánta credibilidad damos nosotros a esos relatos? Como señalan McCombs y Shaw en su trabajo Agenda-setting and Mass Communication Theory: “Como un efecto de la acción de la prensa y de los demás medios de información, el público se hace consciente o ignora, presta atención o descuida, o enfatiza o pasa por alto elementos específicos de los escenarios públicos. La gente tiende a incluir o a excluir de sus propios conocimientos lo que los medios incluyen o excluyen de su propio contenido”. Los énfasis que se dan, el tono en el que se muestran determinadas informaciones, entrevistas y reportajes, el tamaño de la noticia, la posición en la que figura en las portadas, la frecuencia con la que se reitera no son fenómenos triviales ni casuales y debemos estar atentos a aquello. Legítimamente los medios además tienen públicos objetivos a quienes dirigen su información.
Pienso que siempre debemos preguntarnos: ¿Qué versión de los hechos es la que se busca instalar? ¿Es una donde prima lo llamativo, lo espectacular o lo importante? Me temo que de un tiempo a esta parte se ha privilegiado el sensacionalismo por sobre el enfoque sustantivo. Incluso cuando este está presente, no es contundente. A su turno, cabe otra pregunta: ¿Corresponde informar con objetividad sobre actos terroristas y permanecer aséptico cuando ha habido víctimas humanas? ¿Bajo qué concepto se puede ser condescendiente o lúdico para matizar o justificar el uso de la violencia en una sociedad democrática?
La convivencia en paz y la resolución de nuestros conflictos no solo depende de la capacidad de quienes detentan el poder formal, sino también de quienes detentan una incidencia relevante en la sociedad. Estos actores pueden colaborar en la búsqueda de soluciones pacíficas y políticas o pueden azuzar el conflicto y validar la violencia.