En un horizonte más amplio, la petición de los griegos va más allá del episodio particular del Evangelio y expresa algo universal: revela un deseo que atraviesa épocas y culturas, un deseo presente en el corazón de muchas personas que han oído hablar de Cristo, pero no lo han encontrado aún. También, no podemos desconocer que en el corazón de muchos cristianos hay nostalgia de Dios, porque, por razones diversas, solo han accedido a versiones parciales, normativas, éticas o “sucedáneos” de Cristo, pero no lo han encontrado.
Este deseo existencial por ver a Jesús se confronta con la tendencia a la intelectualización y a la abstracción de la fe presente hoy entre muchos miembros de la Iglesia. En efecto, está latente un “cristianismo” sin Cristo, una fe restringida a la ética y a las ideas, que más se parece a una filosofía desencarnada que a una propuesta de vida plena. Esto va unido a un anuncio del Evangelio signado por las normas que cumplir o las formas que realizar, lo que desemboca en una triste rigidez existencial, que roba la alegría y hace muy pesada –y a veces insoportable– la vida. Paradojalmente, también vemos una aproximación distorsionada al cristianismo, cuando lo asociamos al activismo solidario, a la vida buena o al compromiso social, pero lo desvinculamos dramáticamente de la experiencia religiosa y lo recluimos al “hacer cosas buenas”, pero sin ‘inyectarle' el sentido sobrenatural que explica y hace sostenible la ardiente entrega.
La consecuencia de este drama es que cuando nos referimos a temas de fe poco hablamos de Jesucristo y mucho de las normas que hay que seguir, de las ideas que hay que creer, de la ética que hay que defender o de las cosas que hay que realizar. El corolario de este proceso es la reducción de la fe a prácticas que nominalmente refieren a Cristo pero que en lo concreto adolecen del sentido religioso o, por lo menos, son incapaces de lograr evidenciarlo. Ejemplo de ello es la creciente ideologización de la legítima opción contra el aborto o de la ineludible opción por los más pobres. Para los cristianos, estas opciones irrenunciables no obedecen a razones filosóficas ni a motivaciones ideológicas, sino que tienen una razonabilidad en la fe: la fuerza de estas causas radica en que el Señor le dio a la persona humana una dignidad “semejante a él” que jamás puede ser mancillada, porque en el indefenso y en el pobre está Cristo.
Por lo mismo, la respuesta del Señor a la inquietud de los griegos está revestida de un realismo inaudito: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre” (Jn 12, 23). ¡Es la hora de la Cruz! Es la hora del triunfo definitivo del amor misericordioso de Dios. Cristo declara que será “levantado sobre la tierra” (v. 32). La hora de la Cruz, la más oscura de la historia, es también la fuente de salvación real y concreta para todos los que creen en Él. Este hecho debilita cualquier tendencia a comprender la fe como un conjunto de ideas o de obras: seguir a Cristo implica el inaudito y real camino de cargar su cruz, tocar sus llagas y existencialmente experimentar lo que significa ser su discípulo.
Por este motivo, quienes queremos ver a Jesús somos desafiados a buscar al Señor y a procurar entender nuestra vida desde Él. Y esto se logra concretar en la medida de que crezca en nosotros la experiencia religiosa signada por el encuentro personal con Cristo. Me atrevo a recordar los ejemplos de Pablo de Tarso y de los Reyes Magos. El primero, siendo un gran conocedor de la ley, solo cambió el norte de su vida cuando se encontró con Jesús, cuando tuvo la experiencia viva del Señor. Ese hecho, de un realismo sorprendente, fue el inicio de un camino de conversión que lo llevó a afirmar que para él la vida es Cristo y la muerte, una ganancia (cf. Flp. 1, 21). Los Reyes Magos vivieron una experiencia similar. Aunque eran sabios, solo el encuentro personal con Cristo, a quien adoraron, los llevó a volver a su vida diaria “por otro camino”. La conversión moral, intelectual, ética y en todos los niveles fue la consecuencia natural de quien se encontró con el Señor y se dejó transformar por su amor.
“Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna”.
(Jn 12 24-26)