¿Hay algún límite en los contenidos que pueden divulgarse en la franja electoral o en programas de noticias en tiempos electorales? ¿Debe permitirse trasmitir simple animadversión hacia las figuras políticas?
Esas preguntas surgen luego de que una de las listas en competencia -la lista del pueblo se llama; aunque no especifica exactamente de cuál pueblo es originaria- simuló la muerte del presidente Piñera. Y en un programa de televisión uno de los autores del asesinato de Jaime Guzmán dijo que ese crimen pudo ser un error político, pero no ético. De inmediato surgieron voces para impedir que ese tipo de mensajes se transmitan porque, se dijo, incitan al odio y lesionan la convivencia.
¿Es razonable esa reacción? ¿habrá que hacer callar a esa lista y sancionar a ese programa?
Para saberlo es imprescindible recordar el sentido que posee la libertad de expresión, uno de los temas centrales de la futura carta constitucional.
Las sociedades abiertas cuentan con libertad de expresión porque consideran que la capacidad de discernimiento -de saber qué vale la pena y qué no, qué merece ser creído y qué ignorado- está distribuida por igual entre todas las personas, que ninguna tiene mayor capacidad de entender los mensajes y de evaluarlos que cualquier otra. Esa es la razón por la que este tipo de sociedades prohíben la censura previa, es decir, no admiten el control de los contenidos de la comunicación antes que ella se profiera. Ellas confían que las personas sabrán apreciar qué contenidos merecen ser atendidos y cuáles en cambio no. Si se permitiera el control del contenido instituyendo a algunas personas para que llevaran a cabo esa tarea, se estaría negando la condición de igualdad de los ciudadanos puesto que se estaría asumiendo que algunos deben ser protegidos de oír, ver, leer o escuchar determinados mensajes. Se dañaría pues la igualdad. Así concebida, esta libertad supone, desde luego, responsabilidad ulterior. Si el mensaje es injurioso o calumnioso, entonces quien lo profiere debe responder. Pero es distinto hacer responsable a alguien por lo que dice, que impedirle que lo diga. Lo primero es correcto, lo segundo no.
Hay que subrayar ese fundamento de la libertad de expresión especialmente en un momento constitucional. Si controlar el contenido del discurso es inaceptable en momentos ordinarios, lo es mucho más todavía en momentos constitucionales como los que hoy se viven ¿qué constitución sería esa que a la hora de la competencia por diseñarla comienza desconociendo la libertad de expresión?
Imaginar la muerte del presidente -un síncope luego del conteo de votos- no tiene contenido injurioso o calumnioso. Los funcionarios públicos están expuestos a la crítica, al humor irreverente o grosero y deben aceptar que el escrutinio respecto de sus actos es más estricto y la opinión más ácida. No hay incitación al odio en ese mensaje. Tampoco en las declaraciones del condenado por el asesinato de Jaime Guzmán. Una cosa es expresar odio hacia alguien, otra cosa es incitar al odio. Es evidente que la mera expresión de desagrado o incluso de odio, no es idónea para incitar a otros a que sientan igual. Y lo mismo ha de decirse de lo que Hernández llamó justificación ética del homicidio de Guzmán. Una opinión como esa dada por un convicto, en una entrevista, no es idónea para incitar al asesinato o la violencia. La jurisprudencia comparada aconseja distinguir la apología de una conducta de la incitación a ejecutarla.
La franja y la televisión exhiben mensajes. A los ciudadanos corresponde decidir cuál merece el apoyo y cuál el rechazo.
En cualquier caso y a pesar de la probabilidad de que se cometan excesos y abusos -se dijo en el caso New York Times versus Sullivan- “la libertad de expresión es, a largo plazo, esencial para la opinión esclarecida y la conducta correcta de los ciudadanos de una democracia”.
Nunca mejor dicho y nunca más oportuno que en estos tiempos constitucionales.
Carlos Peña