Hace unos días fui a cortarme el pelo. No a una peluquería, esas a las que íbamos de chicos, con piso de baldosa y sillones a los que les salían los resortes, atendidas por caballeros con delantales azules o grises que procedían con sus máquinas manuales sin preguntar, y donde uno aspiraba a no ser atendido de inmediato para aprovechar de mirar “El Pingüino” y otras revistas picantes arrumadas en las mesas tentadoramente. Tampoco esas que visitábamos cuando ya éramos jóvenes y adultos, ubicadas en los pasajes del centro de Santiago, como el Matte o el Huérfanos, o en las torres de Tajamar, donde se podían mirar el Playboy o el Penthouse, con una dama que lavaba el pelo y un estilista que hacía preguntas y estudiaba meticulosamente la cabeza antes de iniciar la obra. No; esta vez fui a una barbería, una de las muchas que brotan como hongos por todo Chile, que se identifican fácilmente, como en las películas, por un letrero luminoso giratorio de colores blanco, azul y rojo.
Una barbería es a una peluquería —para que entienda quien no las ha visitado— lo que fuente de soda a un bar, o un caracol a un mall: lo mismo pero sin tanto cuento. Casi todas comparten un look parecido: madera rústica, mucho cuero y plateado, fotos de James Dean o Marlon Brando, cascos de moto, y un rock pesado que llena de energía a los barberos y clientes, todos hombres. Dejando a un lado los calificativos, el ambiente no deja de ser atractivo.
Por efecto de la pandemia, supongo, en la barbería a la que fui había menos clientes que barberos. Sus atuendos y actitud eran una suerte de performance de la rebeldía: cortes de pelo estrafalarios, barbas cuidadísimas, tatuajes que cubren todo rastro de piel, cadenas que les cuelgan de todas partes, pantalones ajustados, botas vaqueras, cantando todos los temas en un inglés envidiable, hablando entre sí sobre artículos del oficio, motos, música, vacaciones, series, y mirándose frecuentemente en los espejos para corregir algún detalle de su estilo subversivo.
“¿Vas a celebrar tu cumpleaños el sábado?”, preguntó de pronto el barbero que estaba conmigo a uno que estaba en el otro extremo del salón, el que tenía el aspecto más intimidatorio. “No, no puedo: estoy en fase dos”, respondió: “voy a esperar a la tres”. En seguida todos comenzaron a comentar en qué fase estaban, y las expectativas que tenían de avanzar a la siguiente. No sé quién habrá inventado esto de las fases, pensé, pero es un genio: ha conseguido que las vidas de todos, sin excepción, se muevan a su ritmo.
Pero lo de las fases es la punta del iceberg. Hay que sumar los protocolos. Nada está libre de ellos: hogares, colegios, tiendas, parques, espacios de trabajo, oficinas públicas, consultorios. Ni qué decir los lugares de vacunación, sea en una comuna rica o pobre, donde se despliega una liturgia bajo la cual todos nos sentimos iguales en tanto hijos de un mismo Estado.
Digamos que nunca la vida individual había estado tan pauteada por normas definidas por una autoridad pública a la que se obedece sea por respeto o temor, si tal distinción de verdad existe. Las noticias muestran las vulneraciones, que nos escandalizan e indignan, pero lo realmente extraordinario es que la enorme mayoría de la población, desde hace ya más de un año, ha incorporado esos protocolos a su propia existencia.
A pesar de una campaña de vacunación digna de orgullo, los índices aún no mejoran y habrá que endurecer las medidas. Seguro será aceptado. Nos hemos habituado a vivir bajo protocolos que, aunque irritantes, acatamos por el bien de todos. Ojalá el esfuerzo rinda efectos; y ojalá esta experiencia nos deje como enseñanza las cosas extraordinarias que podemos lograr cuando reconocemos el carácter sagrado de las normas que nos igualan y nos protegen. Si así fuera, el dolor de la pandemia no habrá sido en vano.