¿Cuando el Gobierno permite la práctica del culto en tiempos de contagio no estará, como se ha sugerido, cediendo a un simple grupo de presión? ¿Tienen las iglesias derecho a practicar su credo y su culto en tiempos de pandemia o deberán resignarse a suspenderlo hasta que el peligro pase?
La respuesta a esas preguntas no puede ser respondida prescindiendo del sentido que posee lo religioso y de la actitud que una sociedad abierta y una democracia liberal debe mantener frente a él.
La fe religiosa no es, para los creyentes, una preferencia más, como podría ser, por ejemplo, la decisión de consumir esto o lo otro o de plegarse a esta o aquella ideología o acceder a esta o aquella experiencia estética. No es un modo o forma de vida entre otros. Por el contrario, para un creyente la vida entera se organiza en derredor de la fe: de ella deriva, para él, el sentido total de la existencia, eso en cuyo derredor cada uno de los momentos, especialmente los dramáticos que aquejan a toda vida humana, adquiere de pronto sentido.
Un católico, por ejemplo, no experimenta su credo como una preferencia privada, como quien escoge un modo de vida entre otros que estarían a su disposición, como quien elige un apoyo para soportar la vida. Por el contrario, para un católico sus convicciones no son el fruto de una preferencia, sino de una revelación, y poseen una profunda vocación pública que se concibe a sí misma como “sal de la tierra” y “luz del mundo”. Asistir a la eucaristía no es para él, como suele creerse, una experiencia “espiritual”, como lo sería para algunos el yoga, la meditación o una terapia psicoanalítica, sino que se trata de una experiencia profundamente misteriosa: la transubstanciación, que no es la representación de un acontecimiento, sino un acontecimiento en sí mismo —sangre y cuerpo de Cristo— que se renueva cada vez que se realiza o se ejecuta. Y lo que se dice del católico debe decirse también de otras iglesias que cuentan con experiencias de comunión en las que la fe que profesan sus miembros adquiere sentido y plausibilidad.
Siendo así, lo que cabe preguntarse es cuál es la actitud que una democracia liberal y los no creyentes deben tener frente a ellas.
Desde luego, y atendida la importancia que la fe religiosa posee para la intimidad y la autonomía personal y para la identidad más profunda del creyente, no es cosa de esgrimir frente a ella razones de salud como un argumento para impedir su ejercicio público. La tradición cristiana está llena de ejemplos en que el creyente puesto a escoger entre su propia integridad y la fidelidad a su Dios prefiere sin vacilación esto último. Y sobran los casos en que se ha decidido en el derecho comparado que el derecho a la salud o incluso la vida no son razones suficientes para impedir que el creyente sea fiel a lo que cree y puesto a escoger entre la fe y la ley escoja a la primera.
Es verdad que en este caso el Estado cuenta con razones de peso para restringir las libertades; pero hay libertades y libertades. Y la libertad religiosa para el creyente es una de aquellas que le permite asomarse a lo que le confiere sentido y significado a su vida, la que le permite hacer frente a la problematicidad de la propia condición de quien se sabe creatura. Debe pues diferenciarse la libertad religiosa de otras libertades o derechos que, a diferencia de la primera, no comprometen la centralidad de la propia existencia (como la libertad de movimiento, la propiedad o el derecho a emprender actividades económicas). Tratar por igual la libertad de trasladarse o de emprender y la libertad religiosa es cometer un error flagrante, de grandes proporciones que un Estado liberal no debe permitirse. Siendo así, y supuesto el respeto a las cautelas sanitarias habituales, ¿qué razón podría esgrimirse para impedir que el creyente ejercite su fe en reunión o en público o el católico asista a la eucaristía, que es, como va dicho, el acontecimiento central que la fe le revela?
Una democracia liberal debe ser respetuosa de la autonomía personal y en especial de la libertad de conciencia, especialmente en tiempos difíciles. Así como la técnica no tiene la última palabra en la vida humana (puesto que hay cosas que son técnicamente posibles, pero que la reflexión ética rechaza), así también las políticas de salud (incluida la opinión tan carente de dudas de los médicos) no pueden ser la fuente para justificar la restricción de la libertad religiosa. Menos en tiempos en que lo colectivo (la protección de lo que se cree es la mayoría) se esgrime como la razón última en favor de los más disímiles objetivos. Si se consiente que razones meramente utilitarias limiten las libertades, entonces ya ninguna de ellas estará segura.
Carlos Peña