James Salter (1925-2015) posee una carrera única en las letras estadounidenses: estudió Ingeniería militar en la Academia castrense de West Point y en 1945 ingresó en la Fuerza Aérea de su país. Allí fue piloto de cazabombarderos y combatió en la guerra de Corea, inicio de la fatídica Guerra Fría que tuvo al planeta en vilo. En 1956 publicó su primer libro,
Los cazadores, ya un clásico en la literatura norteamericana, y ahora reeditado por el propio autor antes de fallecer. El inesperado éxito de ese libro le permitió abandonar el ejercicio de las armas, de todo lo uniformado, por el de las letras y, a juzgar por lo que sabemos de él, hizo bien. Durante más de una década se desempeñó como periodista, escribió guiones, dirigió películas para Hollywood, como viene siendo casi una norma para los autores y autoras de esa nación, y practicó las más disparejas y contrapuestas actividades, otra leyenda atribuida a esas personas.
Juego y distracción (1967) cimentó definitivamente su reputación. A esta obra le siguieron
Años luz,
En solitario, la antología de relatos breves
Anochecer y el libro de memorias
Quemar los días.
Entre 1997 y 2000 solo editó sendas revisiones de sus dos primeras novelas y, en 2005, una selección de cuentos,
La última noche. La aparición, en 2013, de
Todo lo que hay constituyó el acontecimiento artístico de ese año de costa a costa en el así llamado Gran País del Norte. La enumeración de premios y reconocimientos recibidos por Salter es inmensa, de modo que no intentaremos enumerarla.
Con todo,
Los cazadores ocupa un sitial particularísimo dentro de la producción de Salter. Famoso por su prosa límpida, sin afectación, con palabras precisas y silencios expresivos, en
Los cazadores, Salter alcanza su máxima dosis de fulgor en novelas imperecederas como esta. Si no fuera por la portada, cualquiera que pensara en el título supondría que esta historia se refiere a quienes practican la cacería de animales, sean bisontes, elefantes, búfalos, leones, sean conejitos, perdices o lauchitas caseras. Sin embargo,
Los cazadores de Salter son otros, muy, muy distintos, para referirse a las personas que empuñan escopetas o rifles, ora para la caza mayor, ora para la caza menor. Estos cazadores son nada menos que el protagonista, capitán Cleve Connell (al único que le conocemos por el apellido), o algunos de sus camaradas, tales como Pell, Abbott, Tonneson, Imil, y el objetivo de su cometido no es dispararles a liebres o mastodontes, sino derribar los aviones de propulsión creados para combatir exitosamente en la guerra de Corea, por más que siempre o casi siempre se tratase de victorias pírricas.
Salter ha sido comparado, justificadamente, con el otro gran creador que abordó el tema del vuelo, sobre todo del vuelo nocturno: Antoine de Saint-Exupéry, por las secuencias de lucha en los cielos, pero el parecido solo llega hasta aquí. Sin desmerecer al gran Saint-Exupéy, Salter supera con creces el género bélico gracias a los símiles entre las deslumbrantes descripciones del paisaje y la terrible presión emotiva y espiritual de los protagonistas. Y así, estas vivencias convierten la travesía por el alma de Cleave Connell en una excepcional variación del deseo de gloria una vez que se enfrenta con el espejo de la muerte.
En rigor,
Los cazadores no es ni ha sido su objetivo ser un libro sobre acontecimientos bélicos. Es una búsqueda de ribetes metafísicos, una indagación personal y también colectiva, un preguntarse una y otra vez sobre el sentido de la existencia, en fin, no uno de los tantos filmes historietas —algunos con encabezamientos tales como “¡salvemos el mundo libre!”—, sino un texto, el primer ejemplar de Salter, que va mucho más allá. A su llegada a la base de Kimpo, Cleve se hace la firme idea de formar parte de la élite de aviadores que han derribado aeronaves coreanas. En paralelo a las cruentas batallas, se desarrolla en tierra una embozada, cruenta, banal pelea entre los propios pilotos. Los sucesivos fracasos de Connell contrastan con los triunfos de sus colegas y ponen en entredicho su habilidad y valor. Un día, suspendido en el aire, consciente de su insignificancia, Connell entiende por fin que solo alcanza el triunfo quien logre identificar a su enemigo, se halle en el lado de cualquier bando, incluso vencer al otro si ese otro es uno mismo. En ese sentido, quizá el hastío de Connell y el sentido de esta magnífica producción se encuentre en las palabras iniciales de
Los cazadores: “Recordaba tantos otros cuarteles, todos iguales”.