Antoine Doinel va dando vueltas y vueltas en la centrífuga. En su rostro, el éxtasis. Levanta las manos, hace señas, se pone hasta de cabeza, mientras los giros de la máquina lo mantienen pegado a la pared, como si volara. El chico se siente libre, lejos del alcance de todo y todos, pero no está solo: poco antes lo hemos visto subir al juego nada menos que junto a François Truffaut, el director de la película, quien también vuela, se tambalea y se marea junto a los otros participantes. ¿Qué está haciendo ahí? ¿Es un guiño a sus amigos y conocidos? ¿No resistió la tentación de acompañar a su personaje en un momento de absoluta felicidad? ¿Está usando la centrífuga como una suerte de espejo, para reforzar el lazo biográfico entre él y Antoine?
Esta escena de “Los cuatrocientos golpes” es uno entre los tantos ejemplos de directores que se insertan a sí mismos al interior de sus películas, no como figuras centrales —al estilo de Chaplin o Eastwood— sino en plan lateral y secundario, casi en clave de rúbrica; una suerte de “yo también estoy aquí”, como El Bosco en sus cuadros, como Wally en los dibujos y, claro, como Hitchcock en casi toda su filmografía. Sir Alfred paseando un perrito, perdiendo el bus, leyendo el diario, cruzando la calle; en fin, el epítome del sujeto anónimo y el hombre de a pie, tan inocente como culpable. Escribiendo para el New York Times, en 1950, el propio realizador dejaba en evidencia su real intención: “me he colado en mis propias películas como una suerte de espía. Un director debe saber cómo vive la otra mitad. Me las arreglé para pasar al otro lado de la cámara, dejar que mi propio equipo me filme y contemplarme siendo filmado”.
Ojalá el resto de sus colegas tuviera similares niveles de autoconciencia. Si bien Scorsese y Polanski han demostrado impecable criterio a la hora de volver la cámara sobre sus rostros, gran parte de los recientes cameos de directores aportan poco y nada aparte del chiste privado. Sobran los de Eli Roth en sus filmes de terror, Peter Jackson en sus adaptaciones de Tolkien, Michael Bay en los “Transformers” y James Cameron vestido de pasajero en el Titanic. Con todo el respeto que uno le guarda, Tarantino nunca ha conseguido que sus apariciones traspasen la categoría de parodia y algo parecido le ocurrió a Shyamalan en los días en que se creía Hitchcock.
Mucho más interesante es el fenómeno inverso: cineastas que ocupan papeles principales en sus filmes y cuya figura, sin embargo, acaba invariablemente perdida entre la multitud. Así pasa con Jacques Tati y su Monsieur Hulot, quien al mirar con tanta intensidad a quienes le rodean hace de su comicidad una acción comunitaria, algo que va construyendo entre cineasta, actores y audiencia cada vez que sus películas corren en una pantalla. Confeso admirador de Tati, el palestino Elia Suleiman también está al centro de sus filmes, pero es cosa de ver la magnífica “De repente el paraíso” (2019) —que en abril inaugurará el nuevo sitio de streaming de Cine UC— para entender hasta qué punto su figura casi se vuelve transparente cuanto más la observamos.
Acaso el cameo del director solo acaba por hacer sentido como gesto estilístico en la medida que se le diseña para desaparecer al interior de la obra y pasar desapercibido, demoliendo en el camino su propósito. Da lo mismo si el espectador lo capta o se lo pierde, es el poder del momento el que lo justifica. Puesto en esos términos, quizás no haya uno que supere al de Sam Peckinpah, hacia el final de “Pat Garrett & Billy The Kid” (1972). Tras seguir la pista del Kid durante casi todo el relato, el sheriff Garrett llega pasada la medianoche al rancho de Pedro Menard, un viejo amigo de ambos. Aunque sabe que el fugitivo no tiene escapatoria, Pat no piensa entrar por la puerta principal: se acerca a la casona por la caballeriza y, mientras pasa por ahí, se topa con Peckinpah, nada menos. El director está tallando el ataúd que pronto ocupará Billy. Apenas cruzan palabra.
“Qué tal, Will”.
“Qué tal, Sheriff”.
Con cierto aire de derrota, el cineasta mira a su creación y le señala la puerta trasera.
“Así que finalmente lo resolviste. Anda, termina con esto”.